Este texto lo compartí originalmente el 5 de julio de 2020 con las personas que están suscritas al correo del Club de fans del planeta Tierra. Si quieres recibir textos como este (siempre escritos con mucho amor) directamente en tu email, suscríbete aquí.
Hace un tiempo, en medio de un día de descanso maravilloso, le tomé a R una foto con mi cámara Polaroid. Esa cámara la tengo hace más o menos 18 años. Me la consiguió mi tío, la compró de segunda mano en el centro de Manizales (la ciudad en la que nací). En todo el tiempo que la he tenido no he tomado más de 40 fotos con ella. Por un lado, porque los cartuchos para Polaroid no son baratos, y por otro lado porque durante varios años estuvieron descontinuados y fueron prácticamente imposibles de conseguir.
Quise guardar la cámara todo ese tiempo porque guardaba también la esperanza de que en algún momento la iba a poder usar de nuevo. Y así fue: el año pasado compré un nuevo cartucho y, después de tenerla guardada durante casi una década, la Polaroid volvió a estar en mi vida, funcionando como si estuviera nueva.
Esta historia sería muy distinta si estuviéramos hablando de una cámara digital. Por un lado no hubiera tenido la limitación de depender de cartuchos (o si son caros, si se consiguen o no se consiguen). Hubiera podido tomar miles y miles de fotos sin parar. Por otro lado, si hubiera decidido guardar la cámara durante tanto tiempo, al querer usarla de nuevo seguramente hubiera descubierto que ya no era compatible con la tecnología actual, o sencillamente que ya no funcionaba más.
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A primera vista puede parecer que esto tiene poco que ver con la huella que dejamos en el planeta… pero tiene todo que ver:
- Por un lado, la obsolescencia programada se normalizó al punto en el que ya damos por hecho que los objetos duran poco y hay que reemplazarlos frecuentemente, o sea, explotar la naturaleza para fabricar cosas que dejan de funcionar simplemente porque así son más rentables para quienes las diseñan, fabrican y venden.
- Por otro lado, la obsolescencia percibida también se normalizó y nos convenció de que es necesario actualizar productos que todavía funcionan, simplemente porque la forma se ve “vieja”. O sea, de nuevo, explotar la naturaleza para podernos mantener “al día” con las modas de turno.
- Además, las herramientas digitales nos acostumbraron a consumir y acumular sin parar, porque todo se siente ligero e intangible, y da la sensación de que no ocupa espacio y no usa recursos. Por eso, en lugar de tener 36 fotos de un viaje, tenemos cientos o miles, y de cada viaje podemos tener diez o veinte versiones de la misma foto, a ver cuál salió mejor, “por si acaso”. Luego, por supuesto, no tenemos ni siquiera tiempo para verlas, así que las guardamos así tal cual, ocupando espacios virtuales que exigen energía… aumentando nuestra huella ecológica digital por la “comodidad” de acumular sin pensar.
Yo he sido víctima de todos esos puntos y de muchos más. He cambiado celulares que no necesitaban ser cambiados, solo porque la forma me parecía más bonita. He acumulado archivos digitales (incluyendo muchas, muchísimas fotos) porque no me había detenido a pensar que lo virtual también tiene una enorme huella ecológica.
No quiero seguir reforzando esos malos hábitos. Mi celular actual lo compré remanufacturado y tiene alrededor de cuatro años (y espero poder exprimirle unos cuantos más). Mi computador portátil tiene diez años. Tengo una cámara digital que no planeo cambiar hasta que deje de funcionar por completo y sea imposible de reparar.
Estoy, poco a poco, “limpiando” mi vida digital, eliminando cuentas que no uso, archivos que no necesito, fotos duplicadas y todo lo que —aunque no ocupe espacio— usa energía, malgasta recursos y le pesa al planeta. Estoy, también, planeando una publicación sobre este tema que compartiré en algún momento aquí en el blog, porque nuestra huella digital también requiere nuestra atención.
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Volviendo a la foto que le tomé a R: se convirtió en una de mis fotos favoritas, y no tuve que tomar 20 para ver cuál me gustaba más. Miré a través del visor, encuadré, apreté el botón y me di por satisfecha.
Paradójicamente, el hecho de no tener la opción de sacar diez fotos para ver cuál era mejor me hizo sentir profundamente feliz con el resultado de la única foto que tomé. Esto aplica para todo: somos menos felices cuando tenemos muchas opciones… pero ese es un tema para otro día ;-)
Unos días después de tomar la foto, mientras la miraba, me pregunté si la quería compartir en mi cuenta de Instagram. Me parecía hermosa, pero también sentía que compartirla le iba a “robar” algo, la iba a hacer menos “mía”. Y entonces recordé una frase que anoté en un cuaderno hace años, que escuché en una conferencia sobre el uso de las redes sociales cuando mi relación con las redes sociales parecía más sencilla. La frase era: “con las redes sociales no solo perdemos la privacidad, sino también la interioridad”.
Me pasó un escalofrío por la espalda y decidí que no quería compartir la foto, pero sí quise compartir la experiencia, así que vengo a invitarte a que te preguntes: ¿cuánta interioridad estás perdiendo en las redes sociales? ¿Cuánto de tu vida estás dejando para ti?
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A pesar de mis esfuerzos, sigo pasando más tiempo del que me gustaría con la nariz metida en la pantalla, mirando lo que otras personas publican. Estoy usando tiempo y energía que podría dedicar a mi interioridad, mirando la pérdida de la interioridad de otras personas. Y no me gusta. Al menos no tanto como para pasar ahí varias horas cada semana.
Por eso, y por otras cuantas cosas más, decidí tomar distancia de nuevo y me regalaré otros tiempo sin Instagram a partir del lunes 14 de diciembre. Empecé el año así y me gustó mucho tener ese tiempo para observar y recordar cómo son mi vida, mis relaciones y mi trabajo sin esa plataforma. Y quiero cerrar el año de la misma manera, y empezar el año que viene de la misma manera.
Te invito a que consideres la posibilidad de regalarte un tiempo sin redes sociales también, aunque sea por un par de semanas: tomar distancia es esencial para evaluar y ajustar, y tomar mejores decisiones sobre cómo queremos usar esas herramientas. Si quieres leer mis reportes / reflexiones en torno a este tema puedes hacerlo aquí, aquí y aquí. También puedes leer un texto que escribí para VICE, en el que hablo sobre el activismo en redes sociales, aquí.
Para despedirme, te dejo una foto de la parte de atrás de mi foto favorita:
Y te la describo, por si acaso tienes curiosidad: R está sentado en una cama. Tiene un pantalón gris y una camiseta blanca. Al lado de la cama hay una mesa, y en la mesa hay una planta con muchas hojas verdes llenas de manchas rosadas que se conoce —al menos por aquí— como Aglaonema mariposa. R tiene la cara escondida dentro de las hojas de la planta. Por la ventana entra la luz de la tarde, que enmarca la cabeza de R y la planta dentro de un triángulo de luz.