Conclusión de mi experimento: no necesito Instagram (pero igual lo voy a seguir usando)

Conclusión de mi experimento: no necesito usar Instagram

La primera imagen que publiqué en Instagram fue una foto de una de las gatas de mi mamá. Tiene un comentario y nueve “me gusta”. No es una foto particularmente bonita pero es de un animal que amo, y solo por eso sentí que valía la pena publicarla. Eso fue hace siete años.

El año pasado hice una publicación en la que compartí información y algunas reflexiones sobre los incendios en el Amazonas. No sé cuántos comentarios tiene, pero son muchísimos. Más de medio millón de personas le dieron “me gusta”. La compartieron no sé cuántos miles de veces, incluyendo cuentas de personas mega famosas. Llegaron decenas de miles de seguidores nuevos a mi cuenta.

Entre una imagen y la otra hice 947 publicaciones, algunas de las cuales han sido también compartidas muchos miles de veces. Lo que empezó como una cuenta personal, en la que compartía básicamente fotos de gatos, plantas y experimentos de crochet y alfarería (#NacíAnciana), se convirtió en una herramienta de comunicación que sirvió para que mi trabajo tuviera más visibilidad y llegara a más personas.

De hecho, haber podido usar Instagram (y Facebook, en el pasado) para compartir lo que escribo, y que gracias a ese medio tantas personas se hayan encontrado con mi trabajo y hayan querido compartirlo, es uno de los motivos que llevó a que este blog pasara de ser un hobby a ser el eje de mi vida laboral. Así que la relación que tengo con Instagram es algo que siento que vale la pena tomar en serio.

Sin embargo, nunca he tenido ni un calendario editorial, ni estrategias de comunicación, ni horarios definidos, ni nada. Publico lo que me nace publicar, cuando me nace publicarlo. No uso hashtags ni me preocupan los caprichos del algoritmo. En general, siento que Instagram está en una zona borrosa entre mi vida laboral y mi vida personal, entre el trabajo y el ocio. Y siento que esa falta de límites claros ha agudizado mi sensación de conflicto con esa plataforma.

Hay muchas maneras de usar Instagram. Cada mix de preferencias tiene consecuencias diferentes en cada persona, y cada persona está “equipada” con herramientas distintas para enfrentarse a lo que el uso de Instagram genera en su mente, sus emociones y su vida cotidiana. Por lo tanto, así como hay personas que no sienten ningún efecto problemático con el uso de la aplicación, también hay quienes sienten que se les está comiendo el cerebro desde adentro. Yo siento eso. Por eso quise hacer el experimento de dejar de usar Instagram durante 30 días, por eso siento que necesito replantear la manera en la que lo uso, y por eso comparto estas reflexiones aquí, por si acaso le sirven de algo a alguien más.

 

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La idea del experimento surgió a partir de una de las propuestas que hace Cal Newport en su libro “Minimalismo digital”. Me pareció una manera interesante de observar, con un poco más de distancia, mi relación con Instagram y con otras herramientas digitales, y la manera en la que afectan mi trabajo, mi vida cotidiana y mi salud mental.

Para dar un poco de contexto: hace ya un buen tiempo decidí desinstalar Instagram de mi celular. Lo estaba usando principalmente desde el iPad para no tener acceso tan fácil, y así evitar caer presa de su ícono multicolor y terminar haciendo scroll durante horas casi sin darme cuenta. También, desde hace un tiempo, tenía activada una notificación que me avisa cuando llevo una hora en Instagram, para ser más consciente de la manera en la que uso mi tiempo en esa aplicación.

Ya había hecho ejercicios más cortos de “desconectarme” de Instagram, pero nunca de más de cinco días. La idea de no entrar ahí durante tanto tiempo me ponía un poco nerviosa, pero al mismo tiempo me emocionaba; me sentí como una exploradora que estaba a punto de entrar a un terreno desconocido.

Los primeros días noté una tendencia compulsiva a buscar el iPad para abrir Instagram. Decidí que cada vez que me pillara a mí misma teniendo ese “reflejo”, en lugar de darme palo mental y sentirme mal por ser tan adicta, iba a respirar profundo y a dedicarle unos segundos a prestarle atención a mi entorno, a mi cuerpo y a mi estado general.

Pensé que iba a terminar siendo un ejercicio súper transformador, pero la verdad es que ni siquiera lo tuve que usar tantas veces: contrario a lo que esperaba, Instagram no me hizo falta. Pasados un par de días dejé de sentir ese impulso. Fue sorprendentemente fácil soltar el hábito y enfocar mi energía y mi atención en otras cosas.

Creí que iba a estar como un preso, contando los días que faltaban para volver a abrir la aplicación. Pero a medida que iba pasando el tiempo, me iba sintiendo cada vez mejor, con menos “ruido” mental, un poquito más presente, un poquito más liviana… y también un poquito más agobiada al notar la manera en la que las herramientas digitales “colonizaron” mi cabeza, porque mucho del tiempo en el que hubiera estado metida como un zombie en Instagram, lo usé para leer sobre las redes sociales, la economía de la atención y su impacto en nuestra salud mental y en la sociedad.

Siento que subestimé el efecto positivo que este experimento iba a tener en mi vida. Digamos que sospechaba que dejar de usar Instagram durante un tiempo iba a ayudarme a despejar la mente, pero los beneficios fueron MUCHO más allá: empecé a ser más consciente de la manera en la que uso el tiempo, me hice muchas preguntas (y ajusté importantes detalles) sobre mi “vida digital”, me reconecté con las ganas de escribir en este blog, sentí que mis procesos creativos fueron más fluídos y más ricos, y mis niveles de ansiedad se redujeron considerablemente.

Siento, también, que he sobreestimado los beneficios que obtengo con el uso de esa aplicación. Sí, es útil. Sí, es entretenida. Sí, a veces puede generar conexiones interesantes y enriquecedoras. Sin embargo, creo que esa es más la excepción que la regla, y que lo que caracteriza a Instagram no es la conexión ni el aprendizaje, sino la distracción. A mí me gusta distraerme, y a veces siento que es necesario… pero estar distraída constantemente implica dejar de estar presente en mi vida, y si hay algo que no me quiero perder es mi vida. Eso sí me da FOMO. Instagram (y siento que puedo decirlo con confianza después de este experimento)… no.

 

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Lo que me parece más interesante de las conversaciones que pueden surgir en torno al uso de redes sociales —y de herramientas digitales en general— es que, como pasa con los grandes temas de la humanidad y de la vida, no se pueden contener en afirmaciones binarias. No se trata de si son “buenas” o “malas”, nadie se beneficia idealizándolas y no se resuelve nada satanizándolas… así que todo queda en el incómodo pero infinitamente fértil terreno del “depende”.

En mi caso, Instagram es una herramienta útil, pero también una fuente importante de desgaste emocional y cognitivo. Seguramente hay personas que tienen la capacidad de responder 200 mensajes al día, seguir 1.500 cuentas y lidiar “tranquilamente” con la constante confrontación y los mensajes negativos de un montón de desconocidos… pero yo siento que no soy una de ellas.

Instagram me afecta y me revuelve la cabeza de múltiples maneras: sin darme cuenta, me empiezo a preocupar por números que realmente no significan nada (¿Cuánta gente nueva empezó a seguir la cuenta? ¿Cuánta gente la dejó de seguir? ¿Tiene esta publicación más “me gusta” que la otra? ¡Qué me importa!) y, en el proceso de tratar de tener conversaciones constructivas con gente que no conozco (a través de un medio que es cualquier cosa menos ideal para conversar), me empiezo a olvidar de conectar con la gente que tengo a mi lado, con el lugar en el que estoy y conmigo misma.

Y sí, el impacto que tiene Instagram en nuestro bienestar y tranquilidad depende de muchas cosas, pero eso no significa que todo es neutral y que el asunto está completamente en nuestras manos. Instagram es una herramienta que ha sido diseñada con unos objetivos específicos: capturar nuestra atención y mantenernos haciendo scroll tanto tiempo como sea posible para recopilar nuestra información y vendernos cosas. Así que si bien tenemos un rango de acción dentro de las posibilidades que ofrece, tampoco podemos olvidar que ahí, detrás de ese ícono brillante y esas promesa de comunicación y conexión, hay intereses que no están alineados ni con nuestro bienestar ni con la construcción de una sociedad sostenible.

Instagram existe, las redes sociales existen, las herramientas digitales existen y —mientras no nos autodestruyamos— probablemente seguirán existiendo. Negarlas no nos sirve de nada, pero entregarnos a ellas sin darles siquiera una mirada crítica no tiene ningún sentido.

Formamos parte de un sistema que se caracteriza por inventar necesidades que no son reales y por distraernos de lo realmente necesario. En el caso de Instagram, de a poquito nos vamos comiendo el cuento y terminamos por creer que es imposible trabajar, comunicarnos o vivir sin usarlo. Y no, no es imposible… es simplemente diferente. “Necesario” y “útil” no son la misma cosa, y es importante que aprendamos a diferenciarlo.

Después de más de 30 días sin usar Instagram, puedo decir con confianza que mi conclusión es que no lo necesito. Sin embargo, por ahora he decidido seguir usándolo porque es útil, porque quiero explorar otras maneras de relacionarme con esa plataforma y porque quiero seguir observando las intersecciones que surgen entre el uso que hacemos de las redes sociales y la manera en la que habitamos y nos conectamos con el planeta.

Eso sí: quiero usar Instagram de otra manera. Quiero ser más cuidadosa conmigo misma y con las personas que están prestándole atención a lo que comparto… y aunque todavía no sé muy bien qué significa eso, estoy en el proceso de tratar de definirlo. Compartiré más de ese proceso cuando sienta que vale la pena hacerlo :-)

 


 

P.D. Cierro esta fase del experimento compartiendo las notas que fui tomando a lo largo de estos días, en las que reflexiono sobre mi relación con Instagram. Espero que sean útiles para otras personas que están cuestionando su relación con esa plataforma:

Día 1: tuve un reflejo “automático” de ir a buscar Instagram, y de abrir los enlaces de Instagram de las páginas web que estaba visitando. Siento preocupación por no estar compartiendo cosas sobre incendios de Australia (me hace ser consciente de que me estoy echando el peso del mundo encima… mi participación es importante, claro, pero que yo no publique algo no significa que otra gente no está haciendo su parte, ni los incendios van a empeorar porque yo no hablé de ellos). Empecé a sentir una preocupación —un poco absurda— porque mi cuenta desaparezca, por unfollow masivo, por trolleo masivo, por hackeo… Escribí un correo del Club compartiendo reflexiones sobre este experimento y recibí respuestas increíbles.

Día 2: empecé a ver las webs con un poco más de detenimiento, en lugar de ir a lo rápido del buscar Instagram y empezar a seguir (donde termino juzgando más rápido si me gusta o no el aspecto visual y decido si le presto atención o no según eso). Le escribí un email a alguien en lugar de mandarle un mensaje por Instagram (y me demoré mucho rato en recordar que tenía esa dirección de email).

>Día 5: me empecé a hacer preguntas en torno a las ganas de compartir, a la necesidad de sentirme “vigente” y a la necesidad de sentir que lo que comparto es oportuno, que llega a tiempo. La prisa de todo comiéndome la cabeza.

Día 8: pienso en las cosas que quiero compartir y que, a primer impulso, siento que no tengo por dónde compartir… cuando realmente las puedo enviar en el newsletter, compartirlas en Patreon, o simplemente dejarlas para después o dejarlas para mí. El mundo no está en mis hombros, y yo quiero aportar y necesito que mi trabajo se siga moviendo, pero unas semanas de Instagram no van a hacer que mi esfuerzo de años se desaparezca. Y si así fuera, pues haría falta ver dónde estoy poniendo ese esfuerzo. También reviso las páginas de medición de engagement y de calidad de seguidores con Agustina (que las quería conocer) y me doy cuenta de que mi engagement está bajando (obvio, no abro Instagram hace más de una semana) y me da un poco de miedo esa pérdida de “estátus”. Pienso en la ansiedad de estátus y en el papel tan importante que debe tener en nuestra dependencia de herramientas como Instagram.

Día 11: pienso en la gente de Instagram con la que no puedo hablar de ninguna otra manera, y de quienes no puedo ver NADA de su trabajo si no es ahí. Por echar de menos las fotos de Francisco Espíldora descubrí que tiene un sitio web que nunca había mirado. Visité la web de Catalina Bu, que no la veía hace siglos. Me di cuenta de que hay gente cuyo trabajo admiro un montón y que no es accesible si no es a través de Instagram.

Día 12: pienso en la diferencia de hacer algo de manera consciente e inconsciente, y cómo es más fácil de hacer todo lo automático. Por ejemplo, paso una hora al día en promedio en Instagram, pero me resulta dificilísimo dedicarle una hora al día a cualquier cosa nueva, porque además me acostumbré a “vivir sin tiempo”. Entonces tengo tiempo para estar en Instagram pero no para hacer ejercicio, leer, dibujar, coser, estar con las gatas o simplemente salir a caminar o quedarme sentada haciendo nada. He decidido usar menos Whatsapp para hablar con mis amigos y usar más el teléfono, me he dado cuenta que la ausencia de Instagram ha estimulado las conversaciones más cercanas con amigues que están lejos.

Día 13: Crear versus consumir. ¿Cuánto tiempo pasamos solo consumiendo en Instagram, o solo creando con el objetivo de sentir que existimos, y no con un objetivo, digamos, más “genuino” de mostrar algo útil, algo hermoso, algo inspirador, algo que conecte? ¿Cuántas veces dejamos de hacer cosas solo porque vemos que quienes lo hacen en Instagram lo hacen “perfecto”, y entonces para qué nos vamos a molestar? ¿Pasará también con el activismo? Tipo: “esta gente lo hace perfecto, yo para qué me voy a sumar”. Imagino que hay gente que ve mi perfil y piensa que soy una persona que no genera basura, que lo tengo todo “ecológicamente” resuelto, y eso, obvio, no podría estar más lejos de la realidad.

Día 14: necesitaba un texto de los que publiqué en Instagram hace un tiempo y no tuve que abrir Instagram, porque lo tengo en el respaldo que hago de las cosas que publico (que empecé hace un año, y que quiero seguir llevando hacia atrás para tener todo respaldado, al menos todo lo que considero que vale la pena y que no quiero perder cuando Instagram deje de ser relevante).

Día 16: quiero aprovechar el impulso y simplificar algunos aspectos de mi vida digital. Siento que soy una acumuladora digital: apps, herramientas, favoritos, listas de lectura. Necesito eliminar muchas cosas, así, con desprendimiento. La lista de tareas mental me pesa tanto por fuera de Instagram que parece que mi vida es una app. Me gustó esta idea de “un mes análogo”: https://www.calnewport.com/blog/2019/12/31/__trashed/

Día 17: vuelvo al RSS feed: así me ahorro la distracción de encontrarme más cosas. Quiero reencontrarme con blogs que me gustan, y no “consumir” todo a toda velocidad, atragantándome a través de Instagram.

Día 24: las redes sociales promueven y premian la rapidez, la superficialidad de los mensajes y la simplificación de nuestros cerebros. ¿Qué impacto tiene eso en la construcción de sociedades más sostenibles? ¡TODO! Necesitamos gente que sea capaz de prestar atención a algo durante un tiempo, que quiera escarbar más profundo en los temas, que esté dispuesta a sentarsee a leer cosas largas y complejas. No solo gente que quiera una imagen bonita y simple para dar like.