¿Cómo se relacionan el coronavirus y la crisis planetaria?

¿Cómo se relacionan el coronavirus y la crisis planetaria?

En las últimas semanas el coronavirus (COVID-19) se ha convertido en protagonista de nuestras vidas: desde la preocupación por el contagio y el peligro, pasando por noticias —incluyendo fake news— y conversaciones, hasta memes y stikers de Whatsapp.

He notado, en mi contexto más cercano, cómo ha pasado de ser un comentario sobre algo lejano, que parece que no tiene nada que ver con nosotras, a convertirse en una conversación constante y en tono de preocupación por la posibilidad de que nos alcance, a nosotras o a algún ser amado. No puedo evitar pensar en las múltiples maneras en las que esta situación de pandemia se conecta con la crisis planetaria. No solo de manera directa y tangible, sino también, digamos, de manera simbólica.

Las conexiones directas no son difíciles de identificar, aunque la mayoría de las noticias que he leído al respecto no las abordan. Por ejemplo, el brote del COVID-19 parece haberse generado en un mercado de animales —vivos y muertos— en el que la gente iba a comer peces y otros animales marinos, y también animales silvestres.

Es decir, hay una relación directa con la comercialización de animales para consumo humano, como ha pasado con otras enfermedades zoonóticas (las que se transmiten entre humanos y otros animales) que se han convertido en epidemias, como la gripe aviar —H5N1— y la gripe porcina —A(H1N1)—, cuyos nombres “vulgares” dejan en evidencia su origen.

El consumo de animales (caracterizado por el abuso, la producción en masa y el hacinamiento) genera múltiples problemas ambientales (por no mencionar los éticos), que son, a la larga, problemas de salud humana también.

Por otro lado, el crecimiento de la población humana, la rápida urbanización y la destrucción de ecosistemas (generada por el proceso de construir ciudades) aumentan el riesgo de desarrollo de epidemias.

Muchas epidemias se han originado en Asia y en África, zonas del mundo que se caracterizan por la explosión demográfica y el crecimiento desmesurado de las ciudades. Como explica Suresh V. Kuchipudi (virólogo y director asociado del Laboratorio de diagnóstico de animales de la Penn State University) en un artículo para The Conversation¹:

“La migración en esa escala significa que las tierras forestales se destruyen para crear áreas residenciales. Los animales salvajes, obligados a acercarse a las ciudades y pueblos, inevitablemente se encuentran con animales domésticos y con la población humana.”

“Finalmente, la urbanización extrema se convierte en un círculo vicioso: más personas traen más deforestación, y la expansión humana y la pérdida de hábitat finalmente matan a los depredadores, incluidos los que se alimentan de roedores. Con la desaparición de los depredadores, o al menos con un número muy reducido, la población de roedores explota. Y como muestran los estudios en África, también lo hace el riesgo de enfermedad zoonótica.”

 

Un mundo en el que cada vez hay más personas y más ciudades es un mundo en el que hay cada vez menos ecosistemas saludables y diversos, que son necesarios para que el planeta siga generando y sosteniendo la vida (incluyendo la nuestra) de manera sana y equilibrada. A la vez, un mundo sobrepoblado de humanos y obsesionado con la actividad y la producción es el escenario ideal para la propagación de enfermedades: calles, oficinas, buses y vagones del metro repletos de gente tosiendo y estornudando; gente que está tan distraida que ni siquiera ha tenido tiempo de notar que se está enfermando; gente que está tan angustiada por poder ir a trabajar y conseguir plata que, aunque tenga síntomas de COVID-19 (o de cualquier otra cosa) ni siquiera puede plantearse la opción de quedarse en casa, cuidándose, cuidando a los demás.

 

·   ·   ·

 

Pero no son esas conexiones —las más directas y evidentes— las que quiero explorar en este momento. Lo que me ha llamado la atención en los últimos días es la conexión simbólica que hay entre lo que está pasando con el coronavirus y lo que está pasando (desde hace más tiempo y con peores consecuencias para la humanidad y toda la vida en el planeta) con la emergencia climática y la crisis ambiental.

Específicamente, me impacta notar la velocidad de respuesta y la aparente eficiencia en la colaboración internacional en el esfuerzo conjunto por contener el contagio. Escuelas, universidades, museos y aeropuertos cerrados (aunque con vuelos fantasma² #TodoMal), eventos aplazados o cancelados, llamados oficiales a no viajar y a trabajar desde casa. Frente a todo esto, por supuesto, surge la preocupación por el impacto en la economía; pero en el fondo, a pesar del malestar, parece que colectivamente tenemos claro que la prioridad es el bien común.

Como pasa en torno a cualquier otro tema, hay quienes no entienden su relación con la situación. Personas que piensan que, por no ser “población vulnerable”, no tienen que preocuparse por el contagio y quieren sencillamente seguir con sus vidas como si nada estuviera pasando, viajar, salir, ir al centro comercial… y no tener que pensar en cómo ellos mismos son un factor de riesgo para otras personas, las que sí son población vulnerable. Pero —y esto puede ser simplemente un sesgo en mi observación— parece que esas personas son pocas, y que hay muchas que están tratando de mostrarles a esas pocas por qué su forma de ver esta situación y su comportamiento son una completa irresponsabilidad.

En contraste, nuestra respuesta colectiva a la emergencia climática es cualquier cosa menos eficiente. A pesar de que la amenaza es bastante más grave (y no solo somos los humanos quienes estamos en riesgo, sino toda la vida en el planeta como la conocemos), no se ve la misma urgencia en las noticias, no se cancelan eventos, no se cierran centros comerciales, no se hacen llamados del gobierno a la ciudadanía para hacer esfuerzos organizados que eviten que se agudice el problema.

La mayoría de la gente no entiende su relación con la situación, quieren seguir con sus vidas como si nada estuviera pasando, no quieren tener que pensarse a sí mismos como factores de riesgo para otras personas, otros animales, ni mucho menos para la vida en el planeta en general. Y eso es lo “normal”. Quienes cuestionamos ese comportamiento somos vistas como “evangelizadoras”, exageradas, activistas insufribles, enemigas del bienestar.

Frente a la emergencia climática parece que tenemos colectivamente la cabeza metida en nuestro propio ombligo, y gastamos más tiempo buscando excusas y justificaciones absurdas para evitar actuar que el que necesitaríamos para empezar, aunque sea de a poco, a generar verdaderas soluciones al problema.

 

·   ·   ·

 

El coronavirus tiene una “ventaja de mercadeo”: es invisible para nosotros, sí, pero es una amenaza a corto plazo y a corta distancia. Tenemos miedo de que nos afecte a nosotrxs, aquí, ahora mismo, así que nos mueve de manera más eficiente todos los procesos mentales y emocionales que se requieren para empezar a actuar, para cuidarnos, para lavarnos las manos, para tolerar de mejor gana las incomodidades que se generan al tratar de evitar su contagio.

Podríamos decir que la crisis planetaria también es invisible, y que los síntomas (incendios, sequías, huracanes cada vez más violentos, derretimiento de glaciares, extinción masiva) son la parte visible, como pasa con la fiebre, los mocos y la tos del coronavirus. Sin embargo, la amenaza se siente lejana en el tiempo y el espacio. Es poco probable que nos vaya a matar aquí, ahora mismo, así que no hay sensación de urgencia. La acción, creemos, puede esperar.

El asunto es que no puede esperar, porque aunque el riesgo inmediato no nos toque a nosotros, ya tocó hace décadas a otras personas y a otros animales. Estamos colectivamente cogidos de la tarde para actuar, y ni los gobiernos, ni las instituciones, ni la industria, ni los ciudadanos estamos dándole la justa dimensión a esta situación.

Nos escudamos detrás del “no es para tanto” o del —exactamente igual de inútil— “ya es demasiado tarde”, y seguimos indignándonos y perdiendo el tiempo imaginando panoramas hipotéticos (“¿y si quedo atrapado en una isla desierta?”) o planteando falsos dilemas (“¡pero primero hay que resolver X o Y!”) cuando alguien propone alguna medida de mitigación que nos traiga alguna incomodidad, por ínfima que sea.

¿Qué necesitamos, como sociedad, para actuar de manera coordinada, eficiente y decidida frente a la emergencia climática? ¿Tener el agua al cuello? ¿Que se nos esté quemando la casa? ¿Quedarnos sin acceso a agua potable o a electricidad? ¿Tener que dejar nuestros hogares porque dejan de ser habitables? ¿Que nuestra familia se esté muriendo por enfermedades que dejaron de ser tratables?

Porque —y me perdonan las mayúsculas sostenidas— TODO ESO YA ESTÁ PASANDO. Tal vez no a nosotras, pero ya está pasando. Y seguirá pasando. Y muy posiblemente nos alcanzará a nosotras y a nuestros seres amados.

Igual, puede que no nos alcance. Que se demore en llegar. Que tengamos la suerte de vivir en un lugar rodeado de ecosistemas más resilientes y podamos morir de viejas. Es altamente improbable, pero igual es posible. Pero esa no es la realidad de la mayoría de la humanidad ni de la mayoría de seres sintientes que habitan el planeta. Ellos son la población vulnerable, a ellos los deberíamos estar cuidando, colectivamente, como nos estamos cuidando del contagio del coronavirus, independientemente de si creemos que a nosotros nos puede matar o no.

 

·   ·   ·

 

No tengo soluciones ni propuestas, más allá de la invitación a entender que una amenaza a largo plazo y a larga distancia sigue siendo una amenaza, y que algo que pone en peligro a millones de seres y al equilibrio de un planeta entero vale nuestra atención, nuestra preocupación y nuestra acción aunque no sintamos que es un problema que nos afecte directamente.

Cierro con otra invitación a hacer un ejercicio de imaginación: leamos las noticias sobre eventos aplazados, vuelos cancelados, reducción en la producción de X o Y cosa, esfuerzos coordinados de gobiernos internacionales, llamadas a la colaboración y la solidaridad y a quedarse en casa para “cuidar a los demás” y cambiemos “coronavirus” por “emergencia climática”. ¿Qué nos hace sentir? ¿Nos parecería indignante que cancelen eventos para evitar generar toneladas de basura? ¿Nos parecería un atropello que cierren centros comerciales para evitar promover más consumo desmedido de cosas que no necesitamos? ¿Nos parecería una ridiculez que nos pidan que hagamos algo para cuidar a otras personas, aunque nosotras no seamos quienes están en peligro?

 

 


 

La imagen de esta publicación fue tomada de Wikipedia.

1- Why so many epidemics originate in Asia and Africa – and why we can expect more.

2- Airlines are burning thousands of gallons of fuel flying empty ‘ghost’ planes so they can keep their flight slots during the coronavirus outbreak.

 


 

Si te pareció útil este texto, si consideras que es importante que haya más contenido sobre sostenibilidad y crisis planetaria en español y desde la mirada de una persona común y corriente, si disfrutas mi trabajo y consideras que es importante que siga haciéndolo, considera sumarte a mi comunidad de Patreon. No solo harás que mi trabajo siga siendo posible, sino que podrás participar de manera más directa en mi proceso creativo y tendrás acceso a una comunidad de personas que también están tratando de aprender a vivir de manera más sostenible ♡