Voto por las cosas imperfectas

Voto por las cosas imperfectas

El fin de semana ocurrirá un evento que marcará la historia de Colombia: se definirá, a través de un plebiscito, si los colombianos estamos o no de acuerdo con el recién firmado acuerdo de paz. (Todo esto, aunque no lo parezca, tiene mucho que ver con lo que suelo compartir en el blog. Más abajo vas a ver por qué).

Las redes sociales han estado inundadas de imágenes que promueven el Sí o el No, y se han llenado de tensas discusiones entre familiares, amigos, conocidos y no tan conocidos que defienden uno u otro extremo. Y claro, es que aquí estamos hablando de extremos: el plebiscito no tendrá puntos medios; nada de “voto que no, aunque esta parte sí me gusta”“voto sí, pero no estoy de acuerdo con esto”. En el tarjetón será o lo uno o lo otro. O blanco o negro. Nada de grises.

Obviamente un tarjetón con más opciones sería poco práctico… el conflicto armado en Colombia ya ha sido suficientemente confuso como para enfrentar a la gente con una decisión que considere puntos intermedios. Pero yo creo que el hecho de que el tarjetón diga sólo “Sí” y “No” es también una desventaja: hace sentir a mucha gente como si tuviera que estar total e incuestionablemente convencida con todo el acuerdo para votar por el “Sí”. Y como no hay otra opción, entonces lo que hacen es pensar en votar por el “No”. Y eso, para mí, no tiene absolutamente ningún sentido.

No tiene sentido porque implica caer en la trampa de siempre, en la de “no resolvamos nada hasta que lo resolvamos todo”. Y ya está clarísimo que esa manera de pensar no le hace bien a uno, no le hace bien al planeta y bueno, evidentemente tampoco le hace nada de bien a los procesos de paz.

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Han pasado más de 50 años de enfrentamientos entre el gobierno y las FARC, con prácticas tan increíblemente atroces como la de los falsos positivos (de la que tienen untadas las manos tanto el presidente actual, el que firmó la paz, como el ex-presidente inmediatamente anterior, que es el principal opositor del acuerdo), minas antipersonas, bombas, balaceras y genocidios. También han pasado varios intentos —fallidos— de negociaciones de paz en gobiernos anteriores y un proceso de desmovilización de paramilitares que tiene un montón de vacíos, y que no se sometió a votación (de hecho, creo que mucha gente ni siquiera se dio cuenta de que sucedió).

A mí me parece normal que la gente no entienda la complejidad de este conflicto (yo tampoco la entiendo del todo), y me parece normal que haya gente que se sienta inconforme con algunos puntos pactados en el acuerdo.

Lo que me parece complicado es que haya gente que crea que la paz, para que pueda existir, tiene que ser “perfecta”, que el acuerdo tiene que gustarnos de comienzo a fin a todos y que los “malos” tienen que ser castigados para que el acuerdo tenga sentido (hay gente que dice que hay que matarlos… básicamente cayendo en lo que le critican a los criminales, que es elegir cuáles vidas valen y cuáles no).

Primero, las cosas perfectas no existen. La paz perfecta, por lo tanto, tampoco. Si va a existir alguna paz, necesariamente va a ser imperfecta, como somos imperfectos nosotros y todo lo que hacemos. Pero “imperfecto” no es lo sinónimo de “mal hecho”, y que sea imperfecta definitivamente no significa que vaya a ser menos valiosa. Como decía mi abuelo: “es mejor un mal arreglo que un buen pleito”, y la paz (sin importar cuán imperfecta sea) va a ser mucho más bonita que esta guerra.

Segundo, es imposible que el acuerdo nos guste a todos. Somos más de 40 millones de personas habitando este pedazo de tierra, y todos tenemos sensibilidades, intereses y experiencias de vida bastante diferentes. Lo que le suena mejor a la gente de la ciudad seguramente no le va a resultar muy conveniente a la gente del campo, y lo que busca resolver los problemas del campo puede que genere algunas incomodidades a la gente de la ciudad. Así son las cosas, hay que aprender a ceder, y a reconocer cuándo nuestras prioridades son secundarias frente a las prioridades de poblaciones más vulnerables.

Y tercero, ¿quiénes son los malos? En la historia del conflicto colombiano han sido “malos” el estado, el ejército, los paramilitares, las bandas criminales, los narcotraficantes (y también los que los financian… sí, los que compran cocaína para pasarlo bien el fin de semana también son parte del problema), la guerrilla, y también todos los ciudadanos que nos hemos quedado cómodos en la ignorancia, y que hemos permitido —con nuestra indiferencia— que este conflicto llegue a las proporciones a las que ha llegado.

Así que todos hemos sido “malos”, pero ni siquiera los más malos son del todo malos, y ningún “bueno” es del todo bueno. Cuando hablamos de “castigar a los malos” estamos actuando como pudiéramos definir quiénes son, y como si no tuviéramos nada que ver con ellos. Como si tuviéramos una razón divina y verdadera, y nuestros motivos fueran incuestionables. Ingenuos a morir.

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Si no naciste en Colombia, seguramente todo esto del acuerdo de paz te suena lejano y ajeno. Pero para nosotros, los colombianos, este es un momento histórico que está conectado con todo lo que hemos visto (de cerca y de lejos) pasar a nuestro alrededor. Cuando yo nací, por ejemplo, ya llevábamos más de dos décadas de conflicto armado interno (y antes de eso también hubo conflictos que tenían otros nombres). Esta es la única versión de Colombia que yo conozco: la Colombia en guerra.

Y si amplío un poco el marco pasa lo mismo. Esta es la única versión del mundo que conozco: el mundo en crisis. En los dos casos los orígenes del problema son diversos y se pierden borrosos en el pasado mientras se nutren de cosas del presente. En los dos casos los culpables son difíciles de señalar, porque son muchos, y porque también somos nosotros mismos. En los dos casos hay gente que quiere cambiar las cosas aunque sea de a poquito, y gente que se queda paralizada con la idea de que si la solución no es completa y perfecta, entonces no vale la pena hacer nada. En los dos casos hay gente que no sólo no hace nada para cambiar las cosas, sino que gasta su precioso tiempo haciéndole la vida imposible a las personas que están tratando de hacer algo, y exigiendo una perfección que bien saben que ellos mismos son incapaces de alcanzar.

La paz que se acordó no es perfecta, no porque el acuerdo esté mal hecho sino porque (como ya lo dije, y muchos lo sabemos) las cosas perfectas no existen. O bueno, sí existen, pero sólo en la imaginación, y por eso da tanto miedo traerlas a la realidad: porque necesariamente en ese proceso perderán algo de brillo y se convertirán en adaptaciones, versiones “imperfectas” de lo que imaginamos.

La paz “perfecta” ha estado en la imaginación de los colombianos no sé desde hace cuánto tiempo. Eso suena muy bonito, pero el problema es que la paz, cuando está sólo en la imaginación, no sirve para nada. Y ahora tenemos la oportunidad de sacarla de ese encierro y pasarla a la realidad, y supongo que tenemos miedo de pensar en el brillo que puede perder en ese proceso. Tenemos miedo de verla de frente, toda imperfecta, después de tenerla idealizada durante tanto tiempo.

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Ya lo he dicho antes: le huyo a la trampa del “todo o nada”, creo en el progreso y no en la perfección, y pienso que el mundo va en la dirección en la que nosotros lo llevemos. Por eso el acuerdo de paz me parece regio así como está: imperfecto. Está bien hecho, está firmado, y aunque evidentemente no resuelve todos los problemas de un solo golpe —¿habrá algo en el mundo que lo haga?— sí pone las bases para que empecemos (entre todos) a resolverlos. Qué responsabilidad más grande, ¿no? ¿Será eso lo que a tanta gente no le acaba de gustar… el sentir que parte de la responsabilidad cae en sus manos?

Yo voy a votar por el Sí. Voto por las cosas imperfectas, porque las cosas perfectas no existen, y la promesa de alcanzarlas no nos está motivando a mejorar las que ya están hechas, sino que nos está dejando paralizados sin hacer nada. Voto por las cosas imperfectas porque ya estoy muy grande para los cuentos de hadas y para creer en el “todos fueron felices, y todos los villanos desaparecieron”, y porque quiero creer que soy suficientemente fuerte para asumir la responsabilidad que me toca, para hacer que ese acuerdo pase del papel a la práctica.

Voto por esa paz imperfecta porque la gente que más ha sufrido la guerra en este país está dispuesta a aceptarla así, y este proceso es más sobre ellos que sobre mí. De hecho, pienso que la decisión sobre la paz debe ser un proceso de reconocimiento a las verdaderas víctimas, y nosotros, los que hemos tenido la fortuna de estar “lejos” de la guerra y la hemos visto en TV, debemos apoyar este proceso y hacernos a un lado, y reconocer que éste no es momento para exigir protagonismos que no nos corresponden.

Voto por las cosas imperfectas porque yo también soy imperfecta, y tengo ganas de ver la paz en Colombia después de haberla imaginado tantas veces, aunque eso signifique aceptar que es diferente a como la imaginaba, o menos adaptada a mi medida. Porque entender que la paz que se construye de a poquito, que crece y madura con acciones de todos los días, es también entender que el mundo sólo puede cambiar a través de las cosas cotidianas, y que la única forma de resolver “todo” es empezar por alguna parte, aunque al principio parezca insuficiente.

Me gusta Colombia y me gusta el mundo, y quiero ver una versión de Colombia que no sea en guerra, y una versión del mundo que no sea en crisis. No sé si la vida me va a dar para tanto, pero sé que mientras viva voy poner todas mis energías en hacer lo que pueda para que esas dos cosas sean posibles. Y el domingo voy a tener una oportunidad única, histórica para hacerlo. Creo que nunca en mi vida había estado tan segura de lo que quiero poner en un tarjetón.

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Hace cuatro años Catalina Ruiz Navarro publicó una columna que se llamaba “lugares comunes“. En la columna había un párrafo que se me quedó marcado a fuego en la cabeza, y que hoy, a 4 días de poder participar en un evento que va a cambiar la historia del país en el que nací, tiene más sentido que nunca:

“Una paz real será vulgar y modesta, sin redobles de tambor ni sonrisas relucientes. De hecho, es probable que sonrisas haya pocas, pues el disenso pacífico implica aceptar con tolerancia posturas incómodas y desagradables, y un esfuerzo personal de cada ciudadano por hacer más flexibles e inclusivos sus acciones y su discurso.”

 

Yo creo que es hora de reivindicar las cosas “vulgares y modestas”, y entender que son esas, y no los finales de cuentos de hadas, las que realmente cambian al mundo.