Instrucciones para no perder la esperanza

Instrucciones para no perder la esperanz

Hace mucho tiempo que no publico nada aquí en el blog. Lo último que escribí (hace más de un mes) era sobre las cosas imperfectas y sobre por qué, una y otra vez, estoy dispuesta a creer en ellas.

Ese texto lo escribí pensando en el plebiscito que definiría si quedaba o no aprobado el acuerdo de paz en Colombia. El resultado, como posiblemente ya sabes, fue que ganó el No por un margen mínimo y con un índice de abstención del 62%. Justo al día siguiente me subí en un avión para cruzar el Atlántico (sí, con su huella de carbono y toda la cosa), mientras sentía el corazón como si fuera un costal lleno de piedras e incertidumbre.

No me fui por el resultado del plebiscito. Me fui porque meses antes había sido invitada a participar como co-anfitriona en una experiencia educativa para “agentes de cambio y líderes emergentes”, enfocada en creatividad, educación, sostenibilidad y cambio social. Me estaba yendo temporalmente de un país que me había aplastado la esperanza a otro país en el que iba a tener una experiencia que posiblemente me iba a ayudar a restaurarla.

Fue bonito y difícil (creo que en la vida esos dos conceptos están conectados con frecuencia, en todo caso), y me dejó con muchas tareas pendientes, muchas cosas por procesar. Las cosas que pasaron en el viaje me hicieron pensar una y otra vez en mi trabajo, en mis ganas de aprender a vivir de otra manera, las posibilidades de cambio, la implicación de las personas… y también me hicieron pensar en la indiferencia, la ceguera voluntaria, la falta de empatía, las dificultades de comunicación. Sentí que me estuve enfrentando a lo peor y lo mejor de la humanidad (y de mí) al mismo tiempo, y eso me amasó el corazón; quedé agotada, como si me hubiera pasado una aplanadora por encima.

Así, aplastada, no me he sentido con energía para escribir de nuevo en el blog. Además, en pleno viaje me resultó otra oportunidad para seguir aprendiendo, y ahora estoy preparándome para otro viaje más. Otra vez me voy a otro país y otro pedazo del continente, precisamente en un año en el que había decidido que no iba a viajar, y en un momento en el que —por más que me gusten los viajes— siento que necesito estar quieta y en casa.

Me da la sensación de que la vida me está poniendo los planes patas arriba, para que así, con las cosas al revés, no me quede más remedio que replantearme todo. Yo creo que así es como la vida nos enseña cosas, diciendo “¿creíste que ibas por aquí? ¡Pues no! Buaaajajajajajajaa”. (Mentira, yo no creo que la vida tenga risa malvada. No siempre en todo caso).

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Y entonces ganó Trump, y una buena parte de la humanidad sintió que la vida se le puso patas arriba, así de golpe. El miedo, la incertidumbre y la desesperanza se tomaron las redes sociales mientras mucha gente compartía la noticia acompañada de frases como “ahora sí nos jodimos”, “es el fin del mundo”, “todo se fue a la mierda”. Yo también tengo miedo e incertidumbre (y mucha, mucha pereza de viajar a un país en el que ese señor es presidente), pero en lugar de dejarme “robar” la esperanza, quise sentarme a pensar en otras maneras de entender lo que estaba pasando.

Pensé que Trump es muy desagradable y todo, pero no es el culpable de todos los males de la humanidad, y así como una sola persona no puede “salvar el mundo”, pues una sola persona tampoco puede destruirlo, por más ganas que tenga. En cualquiera de los dos casos se necesitan otras muchas personas que estén dispuestas en hacer presión hacia el mismo lado, y a alimentar las ideas y los procesos que definen en qué dirección va el mundo.

Y si bien con Trump se nos pinta un panorama oscuro en muchos aspectos, sin Trump seguiríamos enfrentándonos a un montón de crisis y problemas que nada tienen que ver con él, y tienen que ver todo con nosotros, y con las pequeñas, minúsculas acciones que llevamos a cabo todos los días, sin pensar, sin asumir responsabilidad.

O diciéndolo de otra manera: el problema no es Trump. El problema seguimos siendo nosotros, pero por supuesto no queremos asumirlo. Y yo sé que eso suena muy mal, pero a mí me gusta verlo de esa manera para recordar que cuando yo soy parte del problema, pues entonces yo también soy parte de la solución. Y eso, en lugar de paralizarme (como pasaría si pierdo la esperanza), me hace sentir que es mucho lo que puedo hacer.

Y no sé… aunque el miedo y la incertidumbre siguen ahí, no me siento desesperanzada. Y tampoco es que quiera decir “tranquila/o, que todo va a estar bien”, sino que creo que no vale de nada dejarse llevar y empezar a decir que todo va a estar mal, porque la verdad es que no sabemos nada de cómo va a estar nada. Y la vida tiene esa maña: cuando creemos que todo va en una dirección, viene ella y nos dice “¿Creíste que ibas por aquí? ¡Pues no! Buajajajaja”.

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Y entonces el jueves recibí una sobre misterioso. Lo abrí, y era un bloque de papeles con sellos y cosas oficiales del Área Metropolitana (la entidad con la que he estado intercambiando cartas desde hace meses a propósito de un árbol que un par de vecinos amargos querían talar). Empecé a leer con un nudo en el corazón, temiendo que ésta vez estuvieran diciéndome de manera definitiva que no había nada que hacer, que el árbol tenía que talarse.

Después de párrafos y párrafos escritos en lenguaje legal pesado (al menos para mí), llegué a la frase que necesitaba leer: “Se concluye que el árbol no ofrece amenaza o riesgo a los habitantes o transeúntes, por tanto no se autoriza su tala“. Y no sólo me decían que el árbol se queda, sino que la administración debía restituir la zona verde alrededor del árbol “con el fin de mejorar sus condiciones de vida y evitar daños irreversibles que conlleven su deterioro fisiológico y muerte”.

De una situación en la que la tala estaba programada y el árbol parecía no tener futuro, a otra en la que las mismas personas que estaban solicitando talar el árbol iban a tener que dedicarle tiempo y recursos a mejorar sus condiciones de vida a través de más espacio verde. No lo imaginaba ni en mis fantasías más optimistas. Ahí estaba la vida, otra vez, diciendo “¿Creíste que ibas por aquí? ¡Pues no!”, y esta vez no había risa malvada.

Me puse feliz. Grité y salté. Me parecía mentira. El árbol se queda, y también todos los animales que viven ahí. Y todo lo que se necesitó fue que alguien (yo, en este caso) decidiera implicarse, y que saliera —de verdad— de la zona de confort.

Publiqué una imagen en Instagram, y recibí mensajes muy bonitos de alegría compartida, y eso me hizo sentir más feliz, porque me di cuenta de que muchas otras personas se conectaron con esa historia y celebraron conmigo esa pequeñísima enorme victoria. Varias personas me dijeron cosas como “ojalá cada vez haya más gente como tú en el mundo”… y agradezco un montón que me vean como si tuviera algo especial, pero la verdad es que soy una persona común y corriente, y esa es otra razón para tener esperanza.

Si yo, una persona común y corriente, pude proteger un árbol y mantener el hábitat de un montón de animales… ¿cuántas cosas podemos hacer los miles de millones de personas que queremos que ese tipo de buenas noticias pasen más a menudo, si nos lo proponemos? Lo único que necesitamos es activarnos, implicarnos, y dejar de hacer como si estas cosas no fueran con nosotros.

Trump no puede “acabar con el mundo” él solo, para eso nos necesitaría a nosotros. Así como Leonardo DiCaprio tampoco puede “salvar al mundo”… porque para eso tenemos que estar nosotros. Y no es un “estar” pasivo, sino el más activo de los activos. Es estar con intención de verdad, poniendo nuestro peso y nuestra energía donde tenemos la cabeza y el corazón, en la teoría también, pero sobre todo en la práctica.

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De nuevo… aunque el miedo y la incertidumbre siguen ahí, no me siento desesperanzada. Tampoco es que me sienta particularmente optimista, pero es que si pierdo la esperanza, pues entonces mi trabajo, y lo que me gusta hacer, y lo que comparto en el blog, todo dejaría de tener sentido. Y me quedaría inactiva… dejándole el camino más fácil a los que quieren seguir moviendo el mundo con el miedo, el abuso y la opresión.

No tengo instrucciones para no perder la esperanza. El título era una trampa. Lo que sí tengo es la certeza de que perder la esperanza es inútil. La gente sin esperanza se queda inmóvil y deja que las cosas sigan pasando, aunque esas cosas vengan a acabar con ellos. No le veo sentido. Supongo que mantener la esperanza, para mí, es un principio de supervivencia.

 


Pd. La foto de esta publicación la tomé hace 10 días en Bogotá, en la Plaza de Bolívar. Esas plantas son parte de una intervención que busca generar presión para que se llegue pronto a un acuerdo de paz. Al parecer, la nueva versión del acuerdo ya está casi lista. Seguirá siendo imperfecta, pero seguirá siendo mejor que la guerra, así que espero con ansias saber qué sigue, y asumir la parte que me toque para ser parte de la transición a una Colombia menos violenta.