Un planeta herido

Un planeta herido

¿Qué se puede decir sobre el nuevo informe del IPCC que no se haya dicho ya? Incontables publicaciones se han compartido en las que se muestran las conclusiones del reporte y también se llama a la acción. “El momento de actuar es ahora”, dicen muchas. Y es cierto…

El momento de actuar también era hace dos años, y hace diez, y hace treinta… pero como dice una querida amiga mía, los únicos caminos posibles son los que empiezan donde estamos. Me dan ganas de decir “estamos en un planeta herido”, pero eso no es del todo cierto. La verdad es que no “estamos” aquí. No hay ningún otro lugar en el que podamos estar (aunque los multimillonarios se esfuercen tanto por vendernos esa idea, extrayendo violentamente recursos de la Tierra y sacándolos de su atmósfera en cohetes ultra-contaminantes para sostener por cortos períodos de tiempo la ilusión de que podemos vivir por fuera de ella). No “estamos” en un planeta herido. SOMOS un planeta herido.

No voy a repetir más de lo que ya se ha dicho. No voy a volver a listar las cosas que podemos hacer desde nuestras diminutas cotidianidades para tratar de reducir el peso colectivo de nuestras sociedades. Esa información la he compartido antes. Muchas personas la han compartido antes. Está disponible para quien quiera encontrarla y es abundante. Es también —y sobre todo— insuficiente.

Para quienes estamos prestándole atención desde hace tiempo a todo lo relacionado con la crisis ecosocial, las conclusiones del informe del IPCC realmente no traen mucha novedad: ya sabíamos que esta crisis ha sido generada por actividades humanas (algunas actividades específicas promovidas por grupos de humanos específicos). Ya sabíamos que la crisis es grave y que va a peor. Ya sabíamos que se requiere acción urgente y transformación radical y profunda. Ya sabíamos que hay daños irreversibles pero aún así sigue habiendo mucho frente a lo que todavía podemos actuar para evitar las peores consecuencias.

Ya sabíamos. Pero es que saber, aunque es importante, nunca ha sido suficiente, y tampoco lo será ahora.

Necesitamos sentir. Y vivimos en sociedades que, en general, nos han enseñado que es indeseable sentir cualquier cosa que no sea bienestar y comodidad. Hemos aprendido a anestesiarnos y a distraernos para no sentir miedo, dolor, rabia o tristeza, y todas esas emociones —que son señales que tienen como función ayudarnos a “leer” la vida— se reprimen y se esconden, se limitan, porque creemos que son poco confiables, irracionales y por lo tanto inaceptables.

Pero necesitamos sentir. Necesitamos sentir el dolor de la desaparición de otros seres vivos que también forman parte de la Tierra. Necesitamos darnos cuenta de que cada especie viva ha sido una manera en la que la Tierra ha aprendido a expresarse, y necesitamos sentir la profunda tristeza de descubrir que nuestra civilización (que no es lo mismo que nuestra especie, ojo) está también extinguiendo esos diversos lenguajes de la Tierra.

Necesitamos sentir la desesperación de los seres vivos (también humanos) que tratan de escapar a los incendios y las inundaciones causadas por un clima cada vez más inestable. Necesitamos sentir el miedo inevitable de darnos cuenta de que ese dolor nos puede alcanzar directamente, que no estamos tan seguras como pensábamos. Necesitamos sentir el dolor de cabeza que genera la contaminación (visual, lumínica, auditiva, atmosférica) que hemos aprendido a ver como algo normal, y sentir el cansancio de movernos a ritmos tecnológicos acelerados que atropellan nuestros propios ritmos animales, y sentir la ansiedad y el malestar físico que nos genera el estado constante de alerta en el que nos mantienen las pantallas y el flujo constante de información de estas sociedades en las que nos convencimos de que información es lo mismo que conocimiento.

Ya “sabíamos”, pero realmente no sabíamos, porque saber no consiste solo en tener datos en el cerebro que seamos capaces de volver a recitar de memoria. Hemos tenido los datos, pero no hemos tenido, en general, las herramientas para saber qué hacer con ellos. Aún más importante: no hemos tenido el corazón suficientemente abierto y blandito y fértil para que esos datos nos lleven a sentir lo que es necesario sentir para poder actuar.

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¿Qué se puede decir sobre el nuevo informe del IPCC que no se haya dicho ya? Se ha dicho mucho sobre lo que debemos saber y sobre lo que deberíamos hacer, y se ha dicho con suficiente claridad, así que no voy a repetirlo.

Voy a decir algo que sé que todavía no se ha dicho: voy a decir lo que yo, Mariana, estoy sintiendo. Siento miedo, tristeza, dolor, impotencia. Me siento cansada y hastiada de leer una y otra y otra y otra vez información sobre todo lo que va mal, mientras al mismo tiempo veo que la inercia de la normalidad nos sigue arrastrando hacia un abismo, muy a pesar de todos mis esfuerzos y de todos los esfuerzos de las otras personas que tratan de resistir esa inercia.

También —y tal vez sobre todo— siento agradecimiento porque esta crisis de la Tierra, que es también mi propia crisis, me ha abierto el corazón (a veces a los golpes), y gracias a eso puedo sentir como nunca había sentido, que es lo mismo que decir que puedo vivir como nunca había vivido. Y gracias a eso he querido aprender a permitirme sentir lo que necesito sentir, que es lo mismo que decir que he querido aprender a permitirme vivir. Y gracias a eso he descubierto el deseo de sentir —y vivir— en compañía de otros humanos, en compañía de todo el mundo vivo, en compañía de la Tierra de la que soy parte. Gracias a eso me he dado cuenta de que este dolor que siento es una señal de que estoy sana y de que estoy viva.

Gracias a ese dolor me he dado cuenta de que todo el esfuerzo que hice por acercarme a esta crisis solo desde la información y desde “la cabeza” me estaba fragmentando por dentro, me estaba rompiendo en pedazos porque yo no soy solo una cabeza y la vida no es solo información.

Y gracias a esa sensación de fragmentación y ruptura me encontré con lo que realmente me ha motivado siempre a cuidar la Tierra. No ha sido la información, no han sido los datos numéricos preocupantes, no ha sido el miedo al desastre: lo que me ha motivado a cuidar la Tierra ha sido el amor y la fascinación por la magia que es la vida y el agradecimiento por ser un animal que tiene los medios físicos para experimentar ese amor y esa vida.

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El informe del IPCC puede dar la sensación de que es demasiado tarde, o que el problema es demasiado grande y por lo tanto inaccesible para nosotras, las diminutas ciudadanas de a pie. El informe puede entenderse como un reporte de agotamiento de recursos y de problemas de funcionamiento en un sistema, como un reporte técnico de una máquina que se está quedando sin combustible o sin energía y a la cual se le están soltando las tuercas y se le están desconectando los cables. Si lo entendemos así —y es así como creo que muchas personas lo están entendiendo—, entonces lo más posible es que sintamos que no es nuestro lugar hacer nada, porque no somos nosotras quienes entendemos cómo funciona esa máquina. O podemos engañarnos pensando que la tecnología nos salvará, porque la tecnología sabe arreglar máquinas que no funcionan. O podemos creer que —como pasa con los objetos que usamos en la vida cotidiana— llegará una nueva máquina a reemplazar esta, que está defectuosa. Y la nueva será mejor, más liviana, más rápida.

Pero la Tierra, por supuesto, no es una máquina. No se consiguen repuestos. No se puede reemplazar por una nueva (aunque Elon Musk invierta tanta energía y —paradójicamente— destruya tanto la Tierra para tratar de convencernos de lo contrario).

Así que invito a que hagamos un ejercicio de imaginación y tratemos de entender el informe del IPCC como un reporte de salud de alguien a quien amamos y de quien dependemos para vivir. Ese reporte nos dice que la Tierra, ese ser amado de cuya vida depende nuestra vida, está enferma de gravedad. La enfermedad se la está comiendo (nos está comiendo) y podemos ver claramente cómo se le va la vida. Hay muchas maneras en las que la vida de la Tierra no volverá a ser la misma, pero también hay muchas, muchísimas otras maneras en las que podemos ayudar a que la vida que le queda (y que nos queda) sea tan buena como sea posible. Podemos aprender a ser buena compañía para ella, a no empeorar su estado de salud, a atender sus síntomas para tratar de aliviarlos dentro de lo que es posible, a identificar las causas para evitar que la enfermedad siga empeorando.

Podemos… no, NECESITAMOS aprender a acompañarnos entre nosotras, también, porque atravesar el dolor de la grave enfermedad de un ser amado no es un proceso fácil. Porque el miedo de enfrentar la degradación y la muerte de quien amamos y de quien dependemos puede paralizar a las más valientes.

Culparnos unas a otras no sirve de nada: así solo malgastamos precioso tiempo, preciosa atención y preciosa energía que podríamos estar usando en aprender a cuidarla, cuidándonos. Obsesionarnos con los datos del reporte no resuelve la enfermedad: ya tenemos los datos, ¿necesitamos más números? ¿O lo que necesitamos es soltar el miedo, la negación y la culpa para poder hacer todo lo que todavía se puede hacer? Enfocarnos solo en los síntomas no tiene sentido: la enfermedad es sistémica y los síntomas son señales de algo que va mal en el fondo: necesitamos prestarle atención a lo que pasa en el fondo, a lo que NOS pasa en el fondo.

Para eso necesitamos mucho más que “saber”. Necesitamos sentir. Sentir este dolor es necesario y creo que solo podrá convertirse en acción si reconocemos que no podemos hacerlo solas, porque no podemos sentir del todo solas, porque no podemos existir solas. Que la transición será integral (interna – externa – racional – emocional) o no será. Que la transición será colectiva o no será. Que la transición será motivada también por el amor, la fascinación, el disfrute, la buena compañía y el agradecimiento, o no será. Que la transición será radical —de ir a la raíz— o no será.

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Si el nuevo informe del IPCC te dejó con la sensación de no saber qué hacer: me parece apenas natural. No es un problema tuyo individual, esta situación es confusa, la información es compleja y nuestros sistemas educativos no nos han preparado para responder a situaciones como esta. No estás sola, aunque pueda parecerlo a veces. No tienes que encontrar soluciones por tu cuenta, porque ninguna solución será individual. Busca buena compañía, y verás que ahí —en el encuentro con otras personas que se reconocen como parte de la Tierra— empezarás a descubrir todo lo que puedes hacer.

Si sientes que ya estás haciendo algo, o si sientes que ya estás haciendo todo lo que puedes hacer: es posible que haya un mundo de transformaciones todavía por descubrir. Busca, de nuevo, buena compañía. Acércate a quienes están trabajando en torno a estos temas desde hace tiempo, desde escritoras y académicos, pasando por líderes comunitarios y activistas. En la conexión con otras personas encontrarás caminos más enriquecedores y que llevan más lejos.

Si sientes que lo que está pasando no tiene nada que ver contigo: me parece comprensible. Este sistema desquiciado se alimenta de nuestra desconexión, y por eso la promueve. El cuidado de la Tierra y la comprensión de nuestra ecodependencia e interdependencia no son cosas que se enseñen en las escuelas o en las universidades, y en general tampoco se promueven desde los gobiernos o desde las instituciones o desde los lugares de trabajo, así que no es tu culpa. Reconocer que la crisis de la Tierra es también nuestra crisis pone patas arriba todo lo que consideramos normal, pone patas arriba todo lo establecido y no nos deja más remedio que aprender a vivir de otra manera… y mucha gente tiene miedo de que eso pase, porque no hemos sabido imaginar cómo puede ser un mundo diferente a este, una vida diferente a esta. Eso sí: lo creas o no lo creas, la crisis de la Tierra es también tu crisis. La aceptes o no la aceptes te ha afectado, te está afectando, te afectará. Es posible que lo hayas notado pero no hayas identificado su origen: tu malestar, tu ansiedad, tu agotamiento, pueden ser también síntomas de la crisis de la Tierra. Deseo que puedas hacer espacio en tu vida para escucharlos.

Y si sientes que el informe del IPCC te tiene angustiada y asustada: me alegra decirte que eres una persona sana teniendo respuestas sanas a una situación de peligro real. Lo que sientes no es un problema individual que te aísla del mundo; al contrario, lo que sientes es evidencia de que tu profunda conexión con el mundo vivo y con tu propia vida está funcionando bien. No te avergüences por sentir, porque tus emociones son señales que te dicen que es necesario hacer algo. Préstale atención a esas emociones; nómbralas, si puedes. Busca maneras de metabolizarlas para que puedan convertirse en acciones concretas.

Insisto: busca buena compañía. Nada en la Tierra sobrevive sin conexiones, y nosotras no somos la excepción. Las conexiones nos sostienen, nos hacen posibles. Necesitamos entender que si estamos quemadas y desconectadas y fragmentadas y rotas no podemos ayudar a construir sociedades diferentes a estas, que están quemadas, desconectadas, fragmentadas y rotas. Necesitamos aceptar que tener información es necesario pero insuficiente y, por lo tanto, requerimos vías de acción diferentes y complementarias a esa información. Necesitamos cultivar vías de acción que reconozcan los límites de la Tierra (y así nuestros propios límites) y también la complejidad de la vida emocional de las personas a quienes necesitamos invitar a este camino.

El duelo es necesario. El dolor es necesario. Pero si el dolor no está acompañado de un amplio repertorio de emociones que le hagan contrapeso y de procesos de cuidado que lo hagan digerible y transformable, hace que la vida sea insostenible. Y lo que necesitamos es precisamente ayudarnos y ayudar a la Tierra a seguir sosteniendo la vida. También nuestra vida.

No sé cómo cerrar, porque siento que este es un tema imposible de cerrar. Así que, por ahora, simplemente me despido con un párrafo que el año pasado me rescató y que siento que necesito recordar —y compartir— en este momento:

“Joanna Macy escribe que no amaremos nuestro planeta hasta que no seamos capaces de sufrir por él: el lamento es una forma de salud espiritual. Pero no basta con llorar la pérdida de un territorio; es necesario también meter las manos en la tierra para restaurar nuestra propia plenitud. Ni siquiera un mundo herido deja de alimentarnos. Ni siquiera un mundo herido deja de sostenernos, de darnos momentos de asombro y felicidad. Yo elijo la alegría, no la desesperación. No porque quiera esconder la cabeza e ignorar lo que sucede, sino porque la tierra me trae alegrías nuevas cada día y yo he de devolverle el obsequio.”

— Robin Wall Kimmerer (Una trenza de hierba sagrada)