Mi depresión nunca fue mía (o 5 cosas que he aprendido sobre salud mental)

Mi depresión nunca fue mía (o 5 cosas que he aprendido sobre salud mental)

Hace unos días hice una publicación en Instagram¹ en la que compartía algunas reflexiones muy personales en torno a la salud mental, y que esperaba que resultara útil para cualquier persona que estuviera pasando por procesos emocionales similares.

Había hecho antes otras publicaciones sobre el tema, tanto en Instagram como aquí en el blog. Sin embargo, esta vez recibí muchos mensajes de personas preguntándome cosas sobre salud mental, y pidiéndome recomendaciones sobre terapia y fármacos psiquiátricos… y yo no soy psicóloga, ni psiquiatra, ni experta de ninguna manera en salud mental o farmacología, así que me llama la atención que tantas personas quieran preguntarme a mí estas cosas.

Tal vez les genera confianza el hecho de que yo esté hablando de esto abiertamente, o tal vez confían en mi criterio por extensión de la confianza que les genera la manera en la que abordo otros temas… o tal vez sienten que no tienen nadie más a quién hacerle estas preguntas, lo cual es un reflejo muy triste de la soledad que muchxs sentimos que habitamos a pesar de estar casi siempre rodeadxs de multitudes. Y eso me hace pensar que, como sociedad, necesitamos hablar más sobre esto, y hacerlo de manera más transparente, más abierta y más al alcance de todas las personas que necesitan información sobre salud mental. Es decir, más al alcance de todas las personas.


En fin. Quiero compartir algunas reflexiones personales en torno a mi propio proceso, por si acaso le resultan útiles a alguien más. Pero antes, una gran, importante, mayúscula advertencia:

Este texto no pretende reemplazar la terapia ni el acompañamiento psicológico y/o psiquiátrico. Yo no soy psicóloga, ni psiquiatra, ni terapeuta; soy una persona común y corriente, interesada en su propia salud mental e interesada en las conexiones entre la salud mental, la salud física, el cuidado del planeta, la ansiedad generada por la crisis ambiental, y cualquier otra cosa que sirva para entendernos como integrantes de comunidades vivas que conforman un planeta increíble y frágil (como nuestra mente y nuestras emociones), y que está en peligro… probablemente debido, en gran parte, a la dificultad que tenemos para observarnos a nosotrxs mismxs, a nuestra mente y a nuestras emociones.

Todas las personas que hemos experimentado depresión, ansiedad o cualquier otro asunto de salud mental tenemos contextos diferentes y, por lo tanto, realidades diferentes. Lo que “funciona” para mí puede ser inútil para otra persona. Lo que beneficia a otra persona podría ser dañino para mí. Así que no estoy afirmando que mi experiencia pueda ser traducida de alguna manera a la experiencia de otras personas que hayan experimentado síntomas similares, y no estoy aconsejando a nadie a que siga mi mismo proceso, porque mi proceso aplicado a otra persona podría ser inútil, en el mejor de los casos, o altamente perjudicial, en el peor de los casos.

Nada de lo que escribo en esta publicación pretende ser un consejo profesional, y por lo tanto no debería ser tomado como tal. Esta publicación sí pretende ser una invitación a mirar más de cerca nuestra salud mental, a cuestionar, revisar y contrastar para poder elegir procesos, acercamientos y tratamientos que sean más cuidadosos con nosotrxs mismxs, y que no sean simplemente una repetición de algo que alguien dijo hace 40 años y que se ha sostenido solo a punta de repetición en medios de comunicación.


Dicho eso, vamos a lo que vinimos: hace dos años, después de haber estado pasando por una etapa laaaarga de angustia, desánimo y mucha confusión emocional, mi psicóloga de ese entonces me dijo que todo lo que yo le estaba describiendo que estaba sintiendo coincidía con los síntomas de una depresión. En medio del dolor y la tristeza, me alegré por sentir que alguien —y, en este caso, alguien con criterio y autoridad profesional— me estaba dando permiso para estar mal.

Tratamos de abordarlo a través de las sesiones de terapia que ya teníamos establecidas, pero yo sentía que estaba cada vez más metida en un remolino del que no era capaz de salir, y finalmente llegó el momento en el que ella me dijo que, debido a la intensidad con la que yo estaba experimentando los síntomas, consideraba que era necesario que yo recibiera apoyo psiquiátrico. Me asusté… pero también me alegré —como me alegré cuando me dijo que mis síntomas eran de depresión—, porque de nuevo alguien estaba “validando” mi experiencia, dándole peso, mostrando preocupación y señalándome la necesidad de prestarle más atención (algo que yo sentía que no tenía “permiso” de hacer por mi cuenta, pues tenía miedo de estar exagerando).

Fui al psiquiatra (uno recomendado por mi psicóloga), me hizo muchas preguntas, concluyó que mis síntomas eran de depresión y ansiedad con algunos síntomas obsesivos… y me recomendó un tratamiento farmacológico —que planteó de manera muy amigable y sensata, reduciendo mi desconfianza— que inicialmente iba a ser por dos meses, después de los cuales revisaríamos si era necesario extender por más tiempo.

Me hizo también una prueba de vitamina D, que mostró que mis niveles estaban por debajo de los límites normales (algo muy común en personas que tenemos vida urbana… pues no solemos pasar mucho tiempo al aire libre ni exponernos al sol, que es la mejor manera de mantener niveles adecuados de vitamina D), y me dijo que esto también se asociaba con los síntomas de depresión (vale la pena mencionar que hay estudios que apoyan esa hipótesis y también otros que dicen que es prematuro hacer afirmaciones al respecto).

Tomé el tratamiento, me empecé a sentir mejor, y cuando volví donde el psiquiatra a hacer seguimiento me dijo que extendiéramos el tratamiento durante unos meses más. A mí no me gustó la idea, pero me sentí incapaz de decírselo en ese momento; sentía que no tenía argumentos “serios” para no querer tomar fármacos y que un simple “no quiero” no iba a ser suficiente, así que asentí con la cabeza y seguí adelante con la consulta, pero al salir del consultorio y decidí que definitivamente no quería tomar más antidepresivos… y empecé a reducir de a poquito la dosis diaria hasta dejar de tomarlos por completo.

Esa decisión estuvo relacionada también con el hecho de que había empezado a leer más sobre la depresión, los fármacos psiquiátricos y el efecto placebo, y quise explorar otras maneras de abordar mi proceso y mi salud mental. Muchxs considerarán altamente cuestionable esta decisión, y sé que dejar de tomar fármacos psiquiátricos de golpe puede ser peligroso para muchas personas así que NO LO ESTOY RECOMENDANDO, pero para mí tuvo sentido, ya lo hice, ya fue, y no me arrepiento ni por un instante.

 

·   ·   ·

 

No quiero —ni considero que haga falta— entrar en muchos más detalles con respecto a mi proceso personal ni a todos los altos y bajos (y medios) de estos años. Lo que quiero es compartir, de manera tan concisa y cuidadosa como soy capaz, algunas de las cosas que he aprendido en mi proceso de enfrentarme a la depresión y la ansiedad, y de acercarme a mis propias emociones y a mi salud mental por caminos diferentes. No están presentadas en orden de importancia, sino en un orden que tiene sentido para mí:

 

5 cosas que he aprendido sobre salud mental:

 

1. No hay evidencia que apoye la teoría del desbalance químico como causa de problemas de salud mental.

Es muy frecuente que, al hablar de depresión y de otras “enfermedades” mentales, se haga referencia a un desbalance químico en el cerebro. Esa fue la explicación que me dio a mí el psiquiatra, y la que la mayoría de la gente que ha tenido consulta psiquiátrica por depresión ha recibido: que no están bien balanceadas las cantidades de serotonina en el cerebro, y por lo tanto es recomendable ayudarle con un fármaco.

A mí me parecía que tenía sentido, era lo que siempre había oído y me lo explicaron incluso con dibujos, así que lo creí y lo tragué entero… pero después, leyendo el libro “Lost Connectios: uncovering the real causes of depression… and the unexpected solutions” del escritor y periodista Johann Hari (libro que recomiendo leer a todo el mundo, no solo a quienes han pasado por etapas de depresión), me encontré con un dato que me puso la cabeza patas arriba: no hay evidencia que apoye la teoría del desbalance químico.

Al parecer, es una idea que se ha defendido con el interés de reducir el estigma social de sufrir depresión (porque si la “culpa” la tiene un desbalance químico entonces no pueden decirte que “estás exagerando”), pero que se considera que puede ser contraproducente (puedes leer también este artículo de la facultad de medicina de Harvard, donde se explican las múltiples capas de complejidad que ignora la teoría del desbalance químico), y además le abre el camino a la industria farmacéutica para ofrecer “soluciones” que, si bien en casos puntuales pueden ser esenciales, terminan por convertirse en la norma y evitarle a nuestra sociedad la “incomodidad” de revisar panoramas más complejos, como los contextos individuales, la alimentación, las relaciones personales, las realidades emocionales individuales y colectivas, etc. Comparto aquí abajo un párrafo muy interesante de este otro artículo:

“La teoría del desbalance químico también transformó a las compañías farmacéuticas. Por ejemplo, Sertraline (Zoloft) fue el sexto medicamento más vendido en los EE.UU. en 2004, con más de 3 mil millones de dólares en ventas debido, al menos en parte, a la campaña publicitaria ampliamente difundida protagonizada por una criatura ovoide miserablemente deprimida y supuestamente deficiente en serotonina. No importa cómo se miren los datos, las cifras son impresionantes: en julio de 2007, un estudio del gobierno encontró que los antidepresivos son los medicamentos más recetados en los Estados Unidos; durante los últimos 6 años, los pacientes gastaron 123 mil millones de dólares en drogas psicotrópicas; en 2005, los médicos escribieron 31 millones de recetas de antidepresivos; y en 2004, las compañías farmacéuticas gastaron 1.5 mil millones de dólares en publicidad para vender antidepresivos.”

Con esto no estoy diciendo que todo lo relacionado con la psiquiatría y los fármacos psiquiátricos sea una mentira. No tengo suficiente información para afirmar eso, ni tampoco para afirmar lo contrario. Simplemente considero que uno de mis aprendizajes esenciales en torno a salud mental fue este: que lo del desbalance químico no tiene soporte científico, que es una idea que se repite y se repite en diferentes contextos sin evidencia suficiente, y que es necesario que miremos con ojos más críticos los posibles efectos que tiene esa teoría en la manera en la que abordamos, como sociedad, todo lo que tiene que ver con salud mental, desde los tratamientos, la manera en la que nos relacionamos con las personas que sufren “desórdenes mentales” y las regulaciones —que faltan— en torno a la comercialización de fármacos que prometen resolver problemas de desbalance que ni siquiera está claro que existan. Puedes leer un poco más al respecto aquí (en inglés) y aquí (en español).

Para cerrar este punto dejo un párrafo extraído de este artículo:

“… también pueden existir casos en los que los trastornos mentales tengan causas eminentemente genéticas y biológicas y éstas puedan ser resueltas con fármacos. Sin embargo, el hecho de que los antidepresivos comunes no tengan gran efectividad y que no se haya podido determinar como origen de la depresión un desequilibrio químico, sugiere que existen métodos de tratamiento menos agresivos y con menos efectos secundarios que, como regla, deberían intentarse antes”.

 

2. No podemos separar la mente del cuerpo.

Puede parecer obvio y, sin embargo, vivimos como si la mente y el cuerpo fueran cosas independientes (digo solo “mente” y “cuerpo” para resumir, pero podríamos añadir “emociones”, “espíritu”, etc). Se nos olvida que cualquier asunto mental tiene efectos en el cuerpo… y cualquier asunto físico tiene efectos en la mente. Y todo lo que somos se conecta, y todo lo que hacemos, sentimos y vivimos nos afecta en todas las capas y niveles. Si abusamos de nuestra mente tendremos que lidiar con problemas físicos (enfermedades generadas y empeoradas por el estrés, por ejemplo), y si abusamos de nuestro cuerpo tendremos que lidiar con problemas mentales / emocionales (depresión y ansiedad generadas por falta de sueño, alimentación desbalanceada, falta de actividad física, de contacto con la naturaleza, etc).

Estas ideas las exponen con mayor profundidad muchas personas desde el campo de la medicina, la psicología y la psiquiatría. Recomiendo especialmente esta charla del Dr. Gabor Maté, en la que habla de las enfermedades como el lenguaje que tiene nuestro cuerpo para decir “no”, y esta entrevista a la psiquiatra Kelly Brogan² en la que explica cómo el origen de la depresión y la ansiedad puede estar, en muchos casos, en lo que comemos, los productos que usamos y los medicamentos (no psiquiátricos) que consumimos (las dos están solo en inglés, lamentablemente. Si alguien tiene recomendaciones de recursos similares que aborden estos temas en español agradecería mucho el dato). Recomiendo también el contenido que comparten en instagram Verónica Morera, Nicole LePera, Whitney Hawkins, Verónica Reyes, Carla Barcelona y Marta García.

 

3. No podemos separar al individuo de su contexto.

De nuevo, parece obvio pero vivimos como si fuera posible entender a una persona, o lo que le pasa a esa persona, sin considerar su contexto: cómo vive, con quiénes vive, en qué trabaja, cuál es la realidad política, social y económica de la ciudad que habita, cuáles son las condiciones ambientales de los lugares en los que se mueve (calidad del aire, del agua, presencia de otros seres vivos, contacto con vegetación, exposición al sol, etc). Esa, me parece a mí, es una de las grandes fallas que tiene la medicina occidental convencional, incluyendo la psiquiatría… y, en general, la manera de pensar que cultivamos en nuestras sociedades.

Nuestras sociedades están moviéndose a velocidades vertiginosas. Nuestra cultura se basa en el consumo (de productos y de información), en la productividad, en el estátus, en el bienestar individual a corto plazo, estamos siendo bombardeadxs por información publicitaria constantemente (que en general está diseñada para hacernos sentir insuficientes), por “noticias” que han sido estructuradas para generar desconfianza entre personas de diferentes clases, países o etnias y para despertar patriotismos y regionalismos que benefician apenas a unos cuantos. Nuestros alimentos son cada vez más procesados y están más llenos de agrotóxicos³ que inevitablemente terminan en nuestro torrente sanguíneo y, por lo tanto, en nuestro cerebro. Nuestras relaciones son cada vez más distantes, porque ante tanto estímulo tecnológico (a través de las redes sociales, por ejemplo) terminamos por darle prioridad a la comunicación digital que al encuentro cara a cara con nuestros seres queridos.

Me parece que no tiene sentido ignorar esa realidad cuando pensamos en las “enfermedades” mentales, pues inevitablemente la manera en la que funciona nuestra sociedad y en la que estructuramos nuestros hábitos y nuestra vida cotidiana tiene efectos en cómo nos sentimos, física y mentalmente, para bien o para mal.

Y aquí vale la pena mencionar que un grupo de expertos del Consejo Nacional de Salud de Bélgica afirma que “los síntomas, las quejas y el sufrimiento pueden contextualizarse mejor en términos de información biográfica, desafíos existenciales, funcionamiento contextual-interaccional, procesos mentales y consideraciones biológicas”, y desaconsejan el uso de categorías DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders). Puedes leer más al respecto en este enlace.

“No es signo de buena salud el estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma”.
—Jiddu Krishnamurti

 

4. Una cosa es el síntoma, otra cosa es la enfermedad.

En mi más reciente proceso de terapia, mi psicóloga me dijo algo que me gustó mucho porque rompía con lo que yo había entendido hasta ese momento: la depresión no es una enfermedad. Es un síntoma. Y esto lo conecto con el punto anterior: el problema no está solo en nuestra mente, está en la manera en la que hemos estructurado nuestras sociedades, en cómo —colectivamente— nos hemos acostumbrado a relacionarnos con nosotrxs mismxs, con los demás humanos, con los otros animales, con nuestro entorno… y eso nos está llevando, colectivamente, a experimentar síntomas de profunda tristeza, desesperanza y desconexión.

Ocultar síntomas no resuelve el problema de fondo. Una gastritis, por ejemplo, puede tener los mismos síntomas en dos personas, pero en una puede haber sido generada principalmente por una pésima alimentación mientras que en otra ha sido generada principalmente por estrés. Ninguna de las dos se solucionan tomando omeprazol. El omeprazol (y los fármacos, en general) son muy útiles para reducir o eliminar síntomas, pero al eliminar el síntoma sin mirar con detenimiento la causa estamos simplemente aplazando o desplazando el malestar.

Esto aplica no solo a nuestra salud física o mental: cambiamos bolsas de plástico desechables por bolsas de papel. El síntoma que estamos tratando de ocultar es la contaminación por plástico en el mar, y lo ocultamos cambiando de material, pero manteniendo nuestros hábitos contaminantes. Si lográramos reemplazar todos los desechables de plástico por desechables de materiales biodegradables eliminaríamos el síntoma, pero la enfermedad posiblemente empeoraría, porque estaríamos llevando el impacto ambiental a otros lugares, de una manera que incluso puede ser mucho más tóxica.

Los síntomas nos avisan que hay algo que es necesario resolver. Ignorar los síntomas nos puede dar la ilusión de que la enfermedad se ha ido, y por lo tanto puede ser peligrosísimo, porque sin los síntomas visibles la enfermedad puede seguir avanzando. Si la depresión es un síntoma y la “verdadera enfermedad” está en  muchos otros asuntos de fondo, entonces tal vez vale la pena llevar nuestra atención también a esos asuntos de fondo y evitar seguirnos distrayendo solo en buscar maneras para “disimular” la depresión.

 

5. Mi depresión nunca fue —solo— mía.

Cuando empecé a aprender más sobre los orígenes de la depresión, para mí fue evidente que esto no es algo que es mío y claramente no es algo que estoy viviendo yo sola. “Mi” depresión realmente nunca fue mía, porque no es algo que me esté pasando solo a mí, y porque no es algo que yo “posea”, sino algo que  —al menos en los años recientes— ha formado parte del panorama múltiple y complejo de mi existencia, y de la existencia de muchas personas que me rodean.

Que haya tanta gente sufriendo depresión no es un problema individual de cada una de esas personas: es un problema social, un reflejo de las profundas fallas de este sistema, y un llamado urgente a la observación y la transformación colectiva. Si bien pienso que enfrentarse a la depresión requiere un proceso individual, que se adapte al contexto y a las necesidades de cada persona con depresión de manera que esa persona tenga mejores herramientas para seguir construyendo su vida, también pienso que es necesario que, como sociedad, asumamos la responsabilidad compartida de observar, cuestionar y ajustar las raíces de las que se derivan los síntomas depresivos.

Si seguimos pensando que la depresión es una cosa aislada que sufrimos individuos aislados, nos vamos a “saltar” el paso necesario y urgente de revisar qué está pasando de fondo, en nuestra educación, en nuestras estructuras sociales, en la percepción que tenemos del valor y el bienestar, en la manera en la que nos relacionamos y nos conectamos… y nos vamos a perder de la oportunidad maravillosa de revisar y replantear la manera en la que nos relacionamos con el mundo, y de explorar otras formas de vivir, que no solo sean más respetuosas con nosotrxs mismxs sino también con el planeta del que somos parte.

Dejo una frase adaptada del libro que mencioné antes (Lost Connections):

“La depresión es una respuesta colectiva y humana a las circunstancias en las que todos vivimos. No es algo que te separa del mundo. Es algo que en realidad compartes con innumerables personas. Necesitamos ver la depresión no solo como un problema personal, sino como un problema compartido, y atribuible al tipo de sociedad en la que vivimos”.

 

Bonus track: ESTÁ BIEN SENTIR.

De nuevo, para hacer más énfasis: ESTÁ BIEN SENTIR. Está bien sentir todo, tristeza, alegría, miedo, rabia, incertidumbre, arrepentimiento, dolor, cansancio, inseguridad, confianza, orgullo, esperanza, desesperanza… TODAS las emociones tienen una razón de ser, todas tienen una función y responden a necesidades que tenemos como seres vivos complejos que habitan y son parte de un mundo complejo. Todas son válidas, todas son necesarias, todas son importantes, todas son reales y TODAS nos están diciendo algo sobre nuestro entorno, sobre nuestras ideas, nuestras relaciones, nuestras decisiones. En fin. E.S.T.Á. B.I.E.N. S.E.N.T.I.R.

Sin embargo, creo que pocas cosas generan más incomodidad en nuestra sociedad que estar “mal”. Y ese “mal” es, al parecer, cualquier cosa que no sea alegría y que no venga acompañado con una cara sonriente. Entonces cuando no nos sentimos ni alegres ni sonrientes no solo sentimos lo que sentimos (tristeza, miedo, rabia o lo que sea) sino que encima sentimos culpa, por estar sintiendo algo que “no deberíamos” sentir, y empezamos a dudar de lo que sentimos, a preguntarnos si estamos exagerando y si algo está muy mal con nosotrxs.

Yo siento que siempre he sentido todo de manera muy intensa, y con frecuencia me he sentido avergonzada de esa intensidad. He sentido que mi sensibilidad es un problema, para mí y para las personas que me rodean. Y eso, inevitablemente, me ha llevado a juzgar lo que siento y a “regañarme” por sentir cosas que no me parezcan “racionalmente adecuadas”. Y eso genera un círculo vicioso: me siento “mal”; me siento mal por sentirme así, entonces me siento peor; me siento culpable por sentirme peor, y me doy más “palo mental”; me siento culpable por caer en este círculo vicioso entonces me empiezo a tratar mal, y a decirme a mí misma que estoy exagerando, que por qué estoy sacando todo de proporción, que deje la bobada, que no es para tanto… y así.

Y todo —sin el ánimo de sobresimplificar— empieza con el hecho de que me convencí (o me convencieron, o las dos cosas) de que hay cosas que no está bien sentir, o que hay niveles de intensidad en las emociones que son inaceptables.

Lo que puede ser inaceptable, tal vez, es la manera en la que “canalizamos” esas emociones. Sentir rabia no tiene nada de malo. Canalizar esa rabia en un un golpe que se le da a otra persona sí es problemático (y eso que incluso ese ejemplo depende del contexto… porque si ese puño es en defensa personal el panorama cambia).

ESTÁ BIEN SENTIR. Es necesario sentir. Es necesario, también, que desarrollemos inteligencia emocional para saber qué hacer con esas cosas que sentimos. Y eso. ESTÁ BIEN SENTIR.

 

·   ·   ·

 

Este tema da para mucho más, obvio. Dejo muchas cosas en el aire, lo sé. Como lo dije al principio: no soy psicóloga, no soy psiquiatra, no tengo autoridad académica ni científica para dar diagnósticos ni recomendaciones sobre depresión, ansiedad o cualquier asunto de salud mental.

Soy una persona que ha tratado de acercarse a su universo emocional (y a todo lo relacionado con su salud mental) a veces con mucha curiosidad y con mirada crítica, a veces con desconfianza e incredulidad, a veces con impaciencia, a veces con miedo y desesperanza, pero en general, eso sí, con ganas de entender mejor y de conectar lo que sea que logre entender con todas las otras cosas que estoy aprendiendo sobre el mundo, sobre mí misma, sobre la humanidad y sobre la manera en la que nos relacionamos con el planeta del cual formamos parte. Espero que estas reflexiones y aprendizajes le sirvan a otras personas que estén viviendo cosas similares. Eso es todo.

Y un mensaje cariñoso a cualquier persona que sienta que “hay algo mal” con ella, o que haya sido diagnosticada con algún desorden mental: no estás sola, no eres “anormal”, lo que estás sintiendo es válido, no estás exagerando, la vida a veces se siente muy difícil, lo que sientes no es señal de debilidad ni de que estés desadaptada, no eres un problema, está bien que lo que sientes cambie, busca ayuda cuando sientas que la necesitas, esa ayuda puede ser una conversación (o un silencio) con un ser querido, una sesión de terapia, un grupo de apoyo online… lo que sea. No estás sola, de verdad ♡

 

 


1- La publicación en cuestión la puedes ver aquí.
2- En esta entrevista Kelly Brogan habla, entre otras cosas, de su decisión de dejar de ser vegetariana y empezar a comer carne. Sé que esa parte de la entrevista puede hacer “ruido”, pero eso no le quita validez a lo que dice… y creo que sirve para recordar que no hace falta que estemos de acuerdo en un 100% con lo que dice alguien para valorar sus ideas y sus propuestas :-)
3- El glifosato afecta la microbiota intestinal, y un estudio muestra que además genera comportamientos depresivos y ansiosos en experimentos realizados en ratones (los experimentos en animales me parecen una atrocidad, pero ese tema lo revisaremos en otro momento).Puedes ver más información sobre ese estudio en este enlace.

Recomiendo también leer este reportaje sobre los desafíos de dejar los fármacos psiquiátricos. Lamentablemente, como tantas otras cosas, está disponible solo en inglés.

Esta publicación fue revisada por dos profesionales de la salud mental (Verónica Morera y Verónica Reyes) con el fin de identificar si había afirmaciones que pudieran ser problemáticas o potencialmente peligrosas. Las dos dieron su visto bueno :-) La salud mental, como la salud física, es un tema delicado, que nos toca a todxs y que es importante que sepamos filtrar y leer con criterio, con buena comprensión lectora y con responsabilidad.