Si eres lector/a frecuente del blog, puedo asumir con confianza que eres una persona que siente algo de curiosidad por la idea de llevar una vida más sostenible, y tienes—o estás desarrollando— al menos algo de sensibilidad en torno a los temas de protección del medio ambiente. Si es así, esta entrada debería resonar con potencia en tu cabeza y llevarte un paso más adelante en esa búsqueda de reducir tu impacto negativo en el planeta.
Cuando hablamos de medio ambiente y de sostenibilidad estamos hablando de todo: de las personas del campo y de la ciudad, de los animales, de las plantas, las selvas, los desiertos y los mares. Nuestras costumbres más arraigadas, nuestros hábitos recientes, lo que compramos o dejamos de comprar, cómo nos vestimos, la manera en la que nos transportamos, dónde vivimos, cómo trabajamos y hasta la relación que tenemos con nuestros vecinos tienen impacto —positivo o negativo— en nuestro entorno y en el bienestar de las personas y los animales, y todo eso tiene el potencial de preservar o destruir el medio ambiente que nos sustenta. Y sí, es que es el medio ambiente es el que nos sustenta, no es la plata ni la sociedad… sin agua potable, sin aire limpio, sin suelo fértil para cosechar nuestros alimentos, sin árboles que conviertan el dióxido de carbono en oxígeno, sin capa de ozono que nos proteja, no habría ciudad, ni familia, ni dinero suficiente para sobrevivir. No es una cuestión de opinión: el medio ambiente es esencial, te sientas o no inclinada/o a protegerlo.
Todas esa cosas tienen impacto en el medio ambiente; sin embargo pocas cosas (si es que acaso alguna) tienen tanto impacto en nuestro entorno como lo que comemos, y es por una simple razón: somos más de 7 mil millones de humanos, y todos necesitamos comer para sobrevivir, y todos necesitamos comer varias veces al día. Hay muchas —demasiadas— personas en el mundo que no pueden cubrir esa necesidad básica, pero ya llegaremos a eso. Por ahora quedémonos con esa idea: no hay nada en el mundo que consumamos con mayor frecuencia que alimentos. No hay nada que nos una de manera más básica con todos los demás seres humanos. No todos tenemos carro, no todos compramos ropa con frecuencia, no todos tenemos aparatos tecnológicos… pero todos, TODOS, comemos. Si no comemos, morimos. De nuevo, no es una cuestión de opinión.
Este es el momento en el que paso a una verdad lamentable e incómoda: tú y yo tenemos cubiertas nuestras necesidades básicas de alimentación, pero una de cada nueve personas en el mundo no tiene suficiente comida para tener una vida saludable y activa. Y puede que pensemos que es porque somos muchos, y que es imposible alimentar a tantas personas… pero ese no es el caso. La verdad es que se produce suficiente comida para alimentar a 10 mil millones de personas, pero una tercera parte de esa comida se desperdicia. Hay muchos nodos problemáticos en todo el proceso de producción, desde descuidos en la cosecha y el transporte, problemas de control en los centros de distribución (plazas y supermercados), y manejo irresponsable de recursos disponibles en la vida cotidiana, por mencionar algunos. Pero no es de eso que voy a hablar en este momento.
Voy a hablar de otra verdad incómoda: el problema del hambre no es una cuestión de escasez, sino una cuestión de inequidad y de ineficiencia en el uso y distribución de recursos. Por ejemplo: el 50% de la producción de granos en el mundo se usa como alimento para ganado y un enorme porcentaje de niños famélicos vive en países donde la comida se usa para alimentar animales que se después se podrán comer sólo las personas que tienen mayores recursos económicos. Es decir, en lugares donde hay suficiente alimento para que la gente no muera de desnutrición, se usa ese alimento para producir la carne que se van a comer unas personas que igual tienen recursos para comer cualquier otra cosa. Eso es una injusticia, por decir lo mínimo.
Y esto me lleva a otro asunto problemático para la humanidad: el uso del agua. En un planeta que es 70% agua, pensaríamos que tenemos recursos hídricos hasta el infinito y más allá, pero el asunto no es tan sencillo. De hecho, el 97% del agua del planeta es agua salada (es decir, no es apta para nuestro consumo), y sólo entre el 2,5 y el 2,75% es agua dulce, incluyendo un 2% que está congelada en glaciares, hielo y nieve… es decir, contamos con una cantidad muy limitada de agua apta para consumo humano, y la estamos derrochando y contaminando a una velocidad vertiginosa.
Pero ¿quiénes la estamos contaminando y derrochando? ¿Será que es eso está pasando porque tomamos duchas muy largas? Emmm, NO. La ONU afirma que entre un 70 y 80% del agua dulce se usa para fines agropecuarios, un poco menos del 20% se usa en la industria y apenas un 6% corresponde al uso doméstico. La ganadería es responsable de entre un 20 y un 30% del consumo de agua dulce en el planeta [1, 2, 3], y en esas cifras no se está teniendo en cuenta la cantidad de agua que se requiere para convertir a una vaca que toma agua (MUCHA agua) en un producto alimenticio procesado. Se necesitan cerca de 9.500 litros de agua para producir 500 gramos de carne de res [1, 2, 3, 4], más de 1.800 litros de agua para producir una docena de huevos, casi 3.400 litros de agua para producir una libra de queso y alrededor de 1.000 litros de agua para producir 1 litro de leche. Suena bastante ineficiente, ¿no?
El problema de la ineficiencia no para ahí. La ganadería requiere el uso de terrenos enormes (sin contar la cantidad de terrenos que se usan para cultivar alimentos que están destinados exclusivamente a alimentar a los animales que se usan en ganadería), tanto así que se estima que el ganado ocupa el 45% de la superficie total de la tierra [1, 2]… esto quiere decir que nosotros, los humanos, hemos desplazado a la fuerza a millones de otros animales para abrir terreno para los animales que específicamente queremos usar como alimento. Y eso de que los hemos “desplazado” no significa que los hemos llevado amigablemente a otros lugares, sino lentamente los hemos ido acorralando en áreas cada vez más pequeñas y hemos asesinado a todos los que se han puesto en nuestro camino. Para que te hagas una idea más clara de lo que te estoy hablando, se estima que la ganadería es responsable de el 91% de la destrucción de la Selva Amazónica [1, 2] y como si eso fuera poco, está comprobado que la ganadería es la principal causa de la extinción de otras especies, zonas muertas oceánicas o hipoxia, contaminación del agua y destrucción de hábitats [1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8].
El impacto de la chuleta que te preparas para la cena va mucho más allá de la destrucción del Amazonas (aunque probablemente esto debería ser suficiente motivación para considerar otras opciones alimenticias), pues la cantidad —y el tipo— de desechos que produce la industria de la ganadería ha generado más de 500 zonas inundadas de nitrógeno en los océanos del mundo. Suena sorprendente pero viene de una cosa realmente muy simple: las vacas, los cerdos y los pollos, como nosotros, liberan los desechos de su proceso alimenticio. En otras palabras: los animales también cagan. Y cagan mucho, muchísimo más que los humanos. Una granja con 2.500 vacas genera la misma cantidad de desechos fecales que una ciudad de 411.000 habitantes. Sólo en Estados Unidos, cada minuto se producen 3.500 toneladas de caca de vacas, cerdos, pollos y pavos… y por supuesto, las granjas no tienen baños, letrinas ni plantas de procesamiento de agua; es decir, estamos literalmente inundando los ríos y los océanos con la caca de los animales que después servimos en la mesa [1, 2, 3].
Todo hasta aquí apunta a que las vacas tienen la culpa de todo, pero no nos podemos olvidar de que las vacas ocupan el espacio que ocupan, comen todo lo que comen y cagan todo lo que cagan porque nosotros tomamos diariamente la decisión de alimentarnos a costa de ellas, cuando podríamos elegir otro montón de cosas. Ahora, nuestra afición por los chorizos, los chicharrones y el pollo asado no es la responsable exclusiva de todos los problemas sociales y ambientales que enfrentamos en la actualidad; de hecho nuestro gusto por el sushi y otros amigos de la sirenita también está poniendo su grano de arena para llevar a nuestro planeta al caos… así que si piensas que el pescado es una alternativa sostenible, te tengo malas noticias. Se estima que un 75% de las pesquerías mundiales están agotadas, y diversos estudios advierten que para 2048 podríamos ver océanos sin peces [1, 2, 3]. Y aquí nos volvemos a encontrar con un asunto de eficiencia: se desecha aproximadamente el 40% de lo que se pesca mundialmente al año [1], y por cada kilo de peces atrapados para consumo humano, se atrapan 5 kilos de otras especies marinas (tortugas, delfines, tiburones, ballenas…) que se vuelven a tirar al mar cuando ya están muertos y se consideran “muertes incidentales”. De hecho, estudios científicos afirman que los barcos pesqueros matan aproximadamente 650.000 ballenas, delfines y focas cada año [1, 2, 3, 4].
La hambruna mundial, el derroche de agua dulce, la extinción masiva, la deforestación incontrolada, y el envenenamiento y la muerte —nada lenta— de los océanos no son el panorama completo. Nuestro planeta está cambiando químicamente, o, para decirlo de manera más poética, estamos convirtiendo a nuestro planeta en una bomba de tiempo. La salud y el funcionamiento normal de todos los ecosistemas interconectados e interdependientes que cubren la tierra dependen, en gran medida, de un delicado equilibrio en las temperaturas. La temperatura afecta el movimiento de las corrientes de aire y las corrientes oceánicas, el ciclo del agua, la nutrición y renovación de los suelos, el curso de los ríos y los niveles del mar. Seguramente ya has oído hablar del cambio climático y del calentamiento global y posiblemente también has oído algo sobre el papel que tiene el CO2 en estos procesos, así que no me voy a extender con los detalles básicos… pero algo que posiblemente no sabías es que hay otros compuestos químicos que tienen un papel incluso más importante: el metano (86 veces más potente que el CO2 en el proceso de calentamiento global) y el óxido nitroso (296 veces más destructivo que el CO2, y con la capacidad de permanecer en la atmósfera por 150 años). La ganadería es responsable del 51% de la producción total mundial de gases de efecto invernadero [1], es decir, nuestras preferencias alimenticias tienen más impacto en el clima del planeta que todos los carros, motos, trenes, barcos y aviones combinados [1, 2, 3].
Hasta aquí no he entrado en detalles sobre los problemas de resistencia a los antibióticos y el desarrollo de bacterias híper-resistentes (el 80% de los antibióticos comercializados en EEUU se destinan al ganado), ni sobre los asuntos de salud pública relacionados con el consumo excesivo de proteínas y grasas de origen animal (enfermedades cardiacas, diabetes, obesidad, etc.), ni sobre los más de 1.000 activistas que han sido asesinados en Brasil en los últimos 20 años por tratar de evitar que el Amazonas se convierta en tierra de pastoreo [1, 2], ni sobre los innumerables conflictos sociales que se desprenden de los problemas generados por nuestra obsesión con la carne (algo que revisa cuidadosamente la ONU en su informe “La larga sombra del ganado“). No lo he hecho, ni lo voy a hacer, porque hasta donde vamos ésta ya ha sido la entrada más larga que he publicado en el blog, y toda esa información está disponible para quien esté interesado en obtenerla (la buscarán, obviamente, aquellos que estén dispuestos a cuestionarse y salir de la zona de confort).
He dejado por fuera de esta publicación —deliberadamente— todos los datos de maltrato animal y de las atrocidades a las que sometemos a los miles de millones de animales esclavos de la industria alimenticia. Lo he hecho porque quiero que quede absolutamente claro que el consumo de productos de origen animal es un problema que va kilómetros más allá de un asunto de derechos de los animales (a pesar de que esa haya sido para mí la principal motivación). Muchas personas creen que no comer carne es un asunto romántico de amor a los animales, pero están dejando por fuera una parte gigantesca del panorama. Si no te importa nada de nada lo que le hacen a las vacas, los cerdos y los pollos, es posible que sí te preocupe la idea de que cada segundo se destruye una hectárea de la selva amazónica para destinarla a ganadería. Si no te importa la selva amazónica, tal vez te preocupe la pérdida de biodiversidad y el consiguiente desequilibrio ecosistémico; o tal vez te importe la idea de que miles de personas se quedan sin agua dulce por el uso indiscriminado que hacen ésta y otras industrias. Si te da igual el agua, tal vez te preocupen los conflictos sociales que se derivan de la hambruna y de las crisis ecológicas que se hacen cada vez más frecuentes por la escasez de alimento o por la frecuencia de los desastres naturales relacionados con el cambio climático. O tal vez te importen las 650.000 ballenas, focas y delfines que mata la industria pesquera cada año. Si no, quizás al menos te preguntes si el planeta se va a inundar con caca de vaca. Si no te importa nada de eso, no sé qué haces leyendo este blog.
No me quiero despedir sin hablar de las opciones eficientes. Si hay algo en lo que creo profundamente es en la importancia de cuestionar todo lo que damos por hecho mientras, a la vez, proponemos alternativas. Quejarse por quejarse y cuestionar sin proponer no nos va a llevar a ningún lado. Así que aquí van unos cuantos datos más:
Cada día, una persona que siga una alimentación vegana ahorra más de 4.000 litros de agua, 20 kilos de granos y cereales, 3 metros cuadrados de selva, 10 kilos de CO2 y salva la vida de un animal. Quienes siguen una alimentación vegana usan una onceava parte de la cantidad de petróleo, una treceava parte de la cantidad de agua y una dieciochoava parte de la cantidad de terreno que usa un carnista para cubrir sus necesidades alimenticias [1, 2, 3, 4, 5, 6, 7]. En una hectárea de terreno se pueden producir 18 toneladas de vegetales, pero si usas ese mismo terreno para ganadería sólo puedes producir 93 kilos de carne [1, 2, 3]. Un vegano necesita 674 metros cuadrados de terreno para alimentarse durante un año, un vegetariano necesita 3 veces eso y un carnista necesita 18 veces más terreno que un vegano. Se puede producir 15 veces más proteína de origen vegetal en un área determinada que la que se puede producir de origen animal [1].
Por último, y porque he descubierto que es esencial hacer este tipo de aclaraciones para atajar al menos un poco las posibles reacciones negativas —y hasta agresivas— de quienes no se sienten cómodos cuando alguien más los lleva a cuestionar lo que hay en sus platos, quiero que quede claro que no estoy afirmando que ser vegano sea la única solución. Sería hermoso (tengo que admitirlo) pero sé que no todos desarrollamos las mismas sensibilidades ni reaccionamos a ellas al mismo tiempo. Sin embargo sí estoy afirmando que es necesario entender mejor lo que pasa detrás de lo que comemos y la intrincada cadena de problemas que surgen por la que aparentaría ser una inofensiva decisión alimenticia.
No es sólo un asunto de vacas y cerdos y pollos, no es un mero asunto de amor a los animales. Nuestra dieta hiper-cárnica le está pasando la cuenta al planeta, a las poblaciones más pobres y las que viven en zonas más vulnerables a conflictos generados por acceso a recursos y por desastres naturales. Le está pasando la cuenta al océano y, al paso que vamos, comer pescado ni siquiera va a ser una opción, porque no va a haber más peces. Le está pasando la cuenta a la biodiversidad, y en unas décadas todos los animales y las plantas increíbles que habitan la tierra van a existir si acaso en las láminas del álbum de Jet. Le está pasando la cuenta al agua y al aire, y al delicado equilibrio de temperaturas del planeta. La cuenta, no te quede ni una sola duda, la vamos a pagar todos. Eso: con esta publicación no estoy afirmando que ser vegano sea la única solución, pero sí estoy invitándote a que mires tu plato, a que pienses si realmente necesitas comer tanta carne, tantos huevos y tanta leche, a que te preguntes si en un planeta con 7 mil millones de habitantes (y en aumento constante) es sensato y sostenible que comamos las cosas que estamos comiendo. Eso es todo.
Estas cosas que planteo aquí no son mi opinión, son hechos comprobados y medidos (puedes remitirte a todos los documentos y estudios enlazados), pero aún ante toda la evidencia algunas personas afirman que es una cuestión de opiniones. Las opiniones son diferentes a los hechos… la opinión de la gente —incluida la mía— es irrelevante frente a las evidencias. Yo puedo opinar que la gravedad no existe, o puedo opinar que el agua no moja. Eso sí, sé que a veces las evidencias son demasiado incómodas para tragar de un solo bocado.
Si piensas que una alimentación híper-cárnica es tan sostenible y tan eficiente como una alimentación vegetariana o vegana, lamento informarte que la evidencia no está de tu lado. Hay varias opciones: 1) haz oídos sordos e ignora los hechos, 2) respira profundo y acepta que un cambio en la alimentación es posible y sensato, y que lo puedes hacer de manera gradual, 3) no te cuestiones nada y enójate conmigo. No te va a servir para nada, pero sigue siendo una opción… y es la que se usa con más frecuencia.
Toda la información base que usé para esta publicación la obtuve aquí, y la complementé leyendo los documentos que ellos mismos sugieren. La mayoría de datos están acompañados de referencias bibliográficas, de las cuales —lamentablemente— la grandísima mayoría está en inglés; sin embargo, creo que ese es otro motivo importante para que la publique en esta entrada y comparta los datos puntuales en español. Hay muchos más datos e información súper bien documentada en “La larga sombra del ganado” y en libros como “Comer Animales” y “El dilema del omnívoro“. Si quieres ver algunos datos que he recopilado antes, los puedes encontrar aquí. Y si logré hacer sonar una alarma en tu cabeza (y en tu estómago) y estás llena/o de preguntas que pienses que tal vez yo pueda responder, no dudes en escribirme.