El sábado, en el correo del Club, hablé sobre algo que va a pasar el miércoles afuera del edificio en el que vivo y que me tiene muy triste: van a talar un árbol grande, precioso y sano, porque quieren remodelar una caseta que tiene justo al lado.
Es algo que a mí no me cabe en la cabeza, pero hay vecinos que están contentos porque se imaginan la construcción nueva muy glamourosa y les brillan los ojos pensando en la valorización, y porque las hojas secas que caen del árbol ya no van a “ensuciar” los carros que parquean justo debajo.
Eso hace que me pregunte muchas cosas. ¿Qué va a pasar con todos los nidos que hay en el árbol con sus huevos y sus polluelos? ¿Dónde se van a parar a descansar y a conversar todos los siriríes, los bichofués, los pericos carisucios, y todos los otros animales que hacen de ese árbol su hogar? ¿Cómo están organizadas las prioridades de las personas que decidieron cortarlo? ¿En qué momento empezamos a darle más valor a un par de muros y a un trozo de lata que al ecosistema completo que representa un árbol?
Me podría quedar todo el día especulando con las respuestas, pero me voy a ir directo a una que creo que puede explicar ésta y muchas otras situaciones: no sabemos dónde está (ni qué es) el “medio ambiente”, y por lo tanto no tenemos ni idea de por qué deberíamos preocuparnos por cuidarlo. Creemos que es algo lejano y ajeno, que está en los bosques o en el Amazonas; que tiene que ver con delfines y gorilas pero no con gallinas o con vacas, y muchísimo menos con nosotros. No entendemos que el medio ambiente está en ese árbol y en los bichos que lo habitan, pero también en nuestros pulmones, en nuestro cerebro, en nuestras uñas y en las bacterias que viven en nuestros intestinos.
La verdadera pregunta entonces es ¿de dónde sacamos la idea de que el “medio ambiente” está “afuera”? Realmente no debería sorprendernos el hecho de que los humanos tengamos las prioridades tan mal puestas; a fin de cuentas hemos aprendido a vernos a nosotros mismos como unos seres externos que “dominan” la naturaleza, en lugar de entender que habitamos la Tierra con otro montón de seres vivos, que todos tenemos el mismo derecho a estar aquí, y que existimos en absoluta conexión e interdependencia con todo, absolutamente todo lo que nos rodea.
Parte esencial de la transición a una vida sostenible —sostenible de verdad— consiste precisamente en entender que el “medio ambiente” no es una cosa distante, sino que es la naturaleza que está en nuestras células, que corre por nuestras venas y que se manifiesta en cada pequeño gesto cotidiano. No sólo en nuestras células, venas y gestos cotidianos, sino en los de los gorilas, los delfines, las gallinas, las vacas, los gatos, las cucarachas, las orugas, los mosquitos, los bichos microscópicos, las palmeras, los helechos, etc, etc, etc.
Si podemos entender eso, podemos entender por qué la sostenibilidad no es un asunto de “humanos que salvan al planeta”, sino de seres sensibles y sintientes, conscientes de su conexión con el mundo, que entienden que cuidar el planeta es cuidarse a sí mismos. Darnos cuenta de que somos partes interdependientes e interconectadas de un planeta diverso y complejo (en lugar de seres “superiores” con derecho divino a explotar a la naturaleza) hace evidente que el cuidado del entorno no es una actividad para personas excéntricas que abrazan árboles, sino la única manera realmente lógica de habitar la Tierra.
Para mí esa es la base de lo que quiero compartir en este blog: las cosas que hacemos para cuidar al planeta nos ayudan a cuidarnos a nosotros mismos, y viceversa. Lo que nos pasa le pasa al planeta, lo que le pase al planeta nos pasa a nosotros. No podría ser de otra manera.
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Volviendo a la historia del árbol que me tiene arrugado el corazón, está claro que las personas que decidieron cortarlo no saben en dónde está el “medio ambiente”. Si supieran, si de verdad quisieran entender la riqueza de todo lo que existe en las raíces, las ramas y las hojas de ese árbol, no se les cruzaría por la cabeza cortarlo. No se atreverían a pensar que la remodelación de una caseta o la “limpieza” de los carros del parqueadero son más importantes que la red de seres que forman ese pequeño ecosistema. La única explicación detrás de una decisión tan arbitraria (y aunque no lo parezca, tan violenta) es la desconexión y la ignorancia del lugar que ocupamos en el mundo.
El lugar que ocupamos no es un trono, no es la cúspide ni el tope de una escala de valor. Somos apenas una hebra en el tejido enorme, riquísimo y multicolor que es el universo, y en ese tejido cada hebra tiene su función y su importancia. ¿Dónde está el “medio ambiente”? Esta ahí, en la naturaleza, en cada hilo, en cada conexión… y ahí estamos nosotros también; no somos el hilo principal, y eso no significa que nuestra existencia pierde sentido. Al contrario: para mí es ahí precisamente donde todo adquiere sentido, es a partir de esa idea que puedo entender que el sentido de mi vida no viene de los objetos, de los títulos universitarios o del poder, sino de mi conexión con todo, desde las nebulosas más lejanas hasta las hormigas que caminan en el mesón de la cocina.
Para cerrar, te dejo con este texto de Arne Naess (el “papá” de la ecología profunda, un concepto que, si no conoces, te recomiendo fervientemente que empieces a explorar):
El cuidado fluye naturalmente si el ser se amplía y se profundiza para que la protección de la naturaleza se perciba como protección a nosotros mismos. Así como no necesitamos presión moral para respirar… si nuestro ser en sentido amplio acoge a otro ser, no vamos a necesitar presión moral para cuidar el medio ambiente.