Decidí hacer un experimento de observación, que consiste en desconectarme de Instagram durante 30 días. Este texto (en el que cuento un poco más sobre lo que hay detrás de esa decisión) lo escribí originalmente para compartirlo con las personas que están suscritas al correo del Club de fans del planeta Tierra, pero quise compartirlo aquí también pues creo que vale la pena señalar cómo se conecta con mi trabajo, con el activismo y con el cuidado del planeta.
Vivimos en una época en la que tenemos fácil y rápido acceso a TANTA información, y de TANTAS fuentes, que es fácil sentir que estamos nadando (¿ahogándonos?) en un mar de datos, fotos, textos, reflexiones, enlaces, vidas ajenas —con sus alegrías y angustias—, proyectos, ideas, iniciativas, noticias —reales, manipuladas, falsas—, videos, memes… en fin. Entre tantas cosas es fácil perder la noción de qué estamos viendo y qué estamos dejando de ver. Y no solo eso: creo que también empezamos a confundir interacción con conversación, acceso con conexión e información con realidad.
A mí Instagram me encanta y, en general, puedo decir que amo internet. Han sido herramientas absolutamente esenciales para que mi trabajo sea lo que es y para poder llegar a más gente y, por lo tanto, poder seguir haciendo lo que hago. Así que esta no es una diatriba contra las redes sociales o contra la tecnología, sino una reflexión sobre el efecto que tienen estas herramientas en nosotrxs, en nuestras actividades y, por extensión, en la sociedad, la naturaleza y el planeta entero.
R (mi pareja) nunca ha tenido una cuenta en ninguna red social, y no le interesa tenerla. Ahora reconoce que tienen ventajas, pero antes tenía una actitud de mayor rechazo, que nos llevó a conversar varias veces sobre el tema. Yo, en ese entonces, le decía que pensara en las redes sociales como “simples” herramientas, como los martillos: se pueden usar para poner clavos en la pared, para construir mesas o para romper cráneos. Estaba convencida de que lo que definía el efecto de las redes sociales era el uso que le dábamos.
Pero ya no pienso lo mismo. Sigo creyendo que son herramientas, sí, pero si de analogías se trata, creo que vienen a ser más parecidas a las motosierras que a los martillos. También son útiles, claro, pero son bastante más peligrosas (y mucha gente está teniendo acceso a esas motosierras, sin que haya un esfuerzo formal por educarnos sobre cómo usarlas sin cortar brazos, propios o ajenos).
La tecnología, aunque a veces lo parezca, no es neutral. Y si bien es una herramienta, su impacto no depende solo del uso que le demos, porque detrás de cada aplicación hay equipos de personas especialzadas y millones de dólares invertidos para motivar y reforzar determinados comportamientos y para alcanzar determinados objetivos, que no necesariamente están enfocados en el bien común.
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Instagram, por ejemplo, es una aplicación que a primera vista parece enfocada en permitirnos compartir de manera gratuita momentos valiosos con otras personas. La verdad es que sí, nos permite compartir cosas, pero gratis no es: estamos pagando su uso con nuestra atención —que en este momento se considera una nueva moneda de intercambio—, con nuestro tiempo y con nuestra información personal que usa para vender anuncios… que luego aparecen en nuestros feeds y nos llevan a comprar cosas (que, con mucha frecuencia, realmente no necesitamos… atrapándonos en ciclos de consumo irresponsable que son pésimos para nosotrxs y para el planeta).
Es una aplicación que ha sido diseñada cuidadosamente para hacernos sentir que si no la usamos nos estamos perdiendo de algo esencial (FOMO, o “fear of missing out”), para hacernos sentir que si no compartimos algo entonces ese algo no es importante, y para reforzar comportamientos que se parecen bastante a una adicción.
Yo siento que Instagram se volvió parte de mi trabajo, y gracias al alcance que tiene mi cuenta el contenido que creo ha llegado a miles y miles de personas. Eso me parece genial. Pero a veces también siento que estoy en una trampa: que estoy “obligada” a compartir, no vaya a ser que los seguidores de mi cuenta piensen que X o Y temas no me importan. Que “necesito” entrar a ver qué está pasando, porque puedo perderme de algo esencial y urgente. Que debo dedicarle un montón de horas a desarrollar contenido y recursos para que mi cuenta no pierda relevancia, y otro montón de horas a responder comentarios y mensajes de personas que, en la mayoría de los casos, ni conozco ni me suenan de nada, y ni siquiera sé qué nivel real de interés tienen en lo que comparto, y por lo tanto —como más de una vez me ha pasado— podrían ser simplemente “trolls” que están buscando pelea y no están interesados en generar ninguna conversación constructiva.
He notado, por ejemplo, que desde que empecé a dedicarle más tiempo a compartir contenido en Instagram me siento mucho menos motivada a escribir para el blog y para el correo del Club. Sí, he llegado a mucha gente (es más factible que se vuelvan virales las publicaciones cortas y rápidas de consumir de Instagram que una publicación de blog de 3.500 palabras)… pero creo que aquí todxs sabemos que “más” no es necesariamente “mejor”.
Por ejemplo, desde el momento en el que se hizo viral la publicación que hice sobre los incendios del Amazonas, el nivel de ansiedad y agobio que me genera Instagram aumentó considerablemente: a mi cuenta no solo llegaron muchas (muchisísímas) personas a quienes les gusta mi trabajo, sino que llegaron muchas otras que tienen rabia y tiempo de sobra para enviarme mensajes cargados de odio… que aunque yo quiera pasar por alto, terminan por hacer mella en mi tranquilidad, mi autoconfianza y mi autoestima.
Esa publicación viral de los incendios del Amazonas me hace pensar en otra cosa que vengo preguntándome desde hace meses con respecto a las redes sociales: si bien son plataformas que facilitan el proceso de publicar y compartir reflexiones, cuestionamientos, ideas e invitaciones a movilizarnos y participar en procesos de activismo… ¿con qué frecuencia será que eso se traduce en cambios que pasan fuera de la pantalla, en la “vida real”? Me pregunto cuántas de las 600.000 y tantas personas que le dieron “like” a mi publicación sobre el Amazonas efectivamente fueron más allá del “like”, y cuántas se quedaron sintiendo que con ese “like” ya habían hecho su parte.
¿Cuántas personas sentirán que el hecho de seguir a Greenpeace en redes sociales ya las convierte en ciudadanas comprometidas con el cuidado del medio ambiente? ¿Cuántas personas, ante tanta información disponible en redes sociales, se agobian y terminan quedando en un estado como de parálisis que les impide sumarse a importantes procesos de cambio? Me atrevo a afirmar que no son todas, pero sí son muchas.
Y es que esa es una de las trampas de las redes sociales: nos entumecen con el exceso de información sobre los desastres del mundo y nos convencen de que lo que hacemos no está sirviendo para nada. O nos hacen sentir que estamos haciendo algo significativo —participando, comunicándonos, movilizándonos— cuando lo que estamos haciendo es, ante todo, bajar y bajar y bajar en una pantalla que nos permite consumir contenido de manera aleatoria, mezclando lo importante con lo insustancial (y posiblemente haciéndole perder potencia a lo primero con lo segundo).
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Por supuesto, no pretendo tener una respuesta definitiva a las preguntas que planteo y, como lo dije antes, no estoy diciendo que hay que dejar de usar internet y cancelar todas nuestras cuentas de redes sociales. Lo que sí creo —y es lo que quiero compartir— es que es necesario que le prestemos más atención a nuestra atención: ¿dónde la estamos poniendo? ¿A quién le estamos dando este limitado y valioso recurso? ¿De qué manera estamos transformando nuestra vida y nuestro entorno a partir de lo que captura nuestra atención?
Por esas preguntas es que decidí hacer mi experimento. Eliminé mi cuenta de Facebook hace casi un año y nunca la he echado de menos. Tengo una cuenta de Twitter que casi no uso y que realmente puedo cerrar en cualquier momento, porque no siento que me aporte mucho. Ya eliminé mi cuenta de Twitter. Y tengo una cuenta de Instagram a la que le he invertido muchísimo tiempo y energía, que se convirtió en una gran plataforma para lo que hago y en algo así como un catálogo de mi trabajo… y no me quiero deshacer de ella, pero no quiero seguir sintiendo que controla mi vida y mi tiempo, ni que me lleva a renunciar a otros medios de creación y comunicación. Eso es todo.
En estos 30 días estaré observándome, observando mi trabajo, mis rutinas, mis reflejos compulsivos (desde ayer ya he tenido el impulso “automático” de ir a abrir Instagram)… y compartiendo lo que descubro en el proceso, porque cada vez estoy más convencida de que no hay nada en nuestras sociedades que sea insignificante cuando se trata de cuestionar nuestra manera de habitar el planeta y ajustar la huella que dejamos.
Me gustaría hacer una publicación aquí en el blog cuando termine el experimento, compartiendo mis conclusiones (asumiendo que voy a tener conclusiones que vale la pena compartir jajajaja). Posiblemente enviaré alguna otra reflexión a través del correo del Club de fans del planeta Tierra. Seguramente haré una publicación en Instagram para cuestionar Instagram, también. #IroníasTecnológicas.
Si te llama la atención este experimento, te invito a que te unas. Puedes hacerlo “en silencio”, puedes contarme aquí en los comentarios si te sumas al experimento, puedes —si te animas— compartir conmigo tus propias reflexiones y conclusiones.