El que mucho abarca… (o un reporte de agobio digital)

El que mucho abarca... (o un reporte de agobio digital)

Desde hace tiempo vengo haciéndome muchas preguntas en torno a mi trabajo, específicamente en torno a esta nueva faceta, en la que hago diseño pero no trabajo como diseñadora, escribo pero no trabajo como escritora, hago procesos educativos pero no trabajo como profesora, no tengo jefes ni clientes sino una comunidad de personas interesadas en aprender junto a mí sobre sostenibilidad y sobre nuestra huella en el planeta.

Siento que, en muchos aspectos, en este momento de mi vida tengo el trabajo de mis sueños: puedo dedicarme a aprender sobre lo que más me gusta, en el proceso conozco personas increíbles que en algunos casos se han convertido en queridas amigas, la gente que se acerca a lo que hago enriquece mi proceso constantemente con preguntas, recomendaciones, cuestionamientos e ideas muy interesantes que se nota que conectan de verdad desde el corazón y la cabeza, y siento que lo que hago tiene un efecto real y positivo en el mundo. Puedo dibujar, tomar fotos, escribir, leer… y esas cosas, que son algunas de mis actividades favoritas, son parte esencial de la manera en la que construyo y comparto mi trabajo.

Eso es muy emocionante, claro, pero también muy confuso: me cuesta mucho, muchísimo, saber dónde están los límites de mi trabajo y mi tiempo libre, cuándo estoy haciendo algo “productivo” y cuándo estoy dedicada al ocio, cuándo estoy haciendo algo que me ayuda a sostenerme económicamente y cuándo estoy “perdiendo el tiempo” (aunque esas cosas que pongo entre comillas por supuesto pueden entenderse de muchas maneras y hay que agarrarlas con pinzas).

Entonces, cargada de culpa por lo que siento que es una tremenda falta de organización, termino trabajando el doble de lo necesario y el doble de lo saludable, “explotándome” al punto en el que termino por enfermarme porque cuando mi mente no quiere parar, llega un punto —inevitablemente— en el que mi cuepo dice BASTA.

He estado ahí múltiples veces, pero no esta vez (al menos no todavía). Sí he tenido un par de semanas que siento que han sido demasiado intensas, pasando un exceso de horas sentada frente al computador sosteniendo posturas para las que mi cuerpo de primate no ha evolucionado. Me empieza a doler la espalda, el cuello, la cabeza, las muñecas. Paro, hago estiramientos, miro por la ventana… pero nada de eso es suficiente, porque no compensa el hecho de que gran parte de mi rutina cotidiana consiste en estar frente a una pantalla.

La verdad es que ni siquiera siento que tenga una rutina cotidiana (que a pesar de su mala reputación es absolutamente necesaria); por lo menos no una consciente. Lo que tengo es un ciclo semi-automático que consiste en levantarme y luego pasar la mayor parte del día sentada mirando el computador más tiempo del que es realmente necesario, porque mi trabajo se desarrolla en gran parte en entornos digitales, y entonces siento que si estoy online estoy cumpliendo con mis “deberes”, aunque lo que esté haciendo sea quemarme el cerebro releyendo el mismo párrafo de un artículo una y otra vez, porque no logro llegar al final, porque mi mente salta entre catorce pestañas de navegador abiertas, veinte notificaciones de Whatsapp, sesenta correos sin responder y todas las preguntas en torno a si mi trabajo dejaría de ser relevante si dejo de “existir” en alguna red social.

 

·   ·   ·

 

El experimento de 30 días sin Instagram me ha llevado a prestarle mucha más atención a ese agobio digital. Me ha hecho ser mucho más consciente de la cantidad de tiempo que tengo el celular en la mano, el cuerpo frente al computador y los ojos abiertos, secándose con la luz de las pantallas. Me he dado cuenta de la manera en la que vengo “entrenando” a mi mente para que no se concentre casi en nada, para que esté en estado de alerta constantemente (algo que ya se sabe que tiene un profundo impacto en nuestra salud mental). He empezado a notar con mucho más dramatismo la frecuencia con la que las personas tenemos conversaciones en las que, mientras una habla, la otra revisa sus notificaciones por si acaso se ha perdido de algo “importante”. La pregunta es “importante” para qué o para quién.

Y, por supuesto, la otra pregunta, tal vez menos obvia pero un poco más tétrica, es quiénes se están beneficiando del hecho de que nosotras estemos prestándole mucha más atención a lo que pasa en la pantalla que a lo que pasa directamente a nuestro alrededor… porque claramente no somos nosotras.

En la pared que tengo al frente, justo arriba de donde termina la pantalla de mi computador, tengo una hojita de un calendario de que hace un par de años sacó la editorial La Silueta en el que jugaban a mezclar refranes. La hojita que tengo es del día 5 de abril, y para ese día mi amiga Valeria Giraldo escribió con letras aguadas “El que mucho abarca se le cae la sopa”. Lo puse ahí porque me parece bonito y chistoso, y porque además quería tener un recordatorio de la importancia de no querer abarcar demasiado, porque —como dice el refrán original— así se aprieta menos, y porque según este nuevo refrán/collage, así me arriesgo a perder lo que creo que ya tengo ganado: mi salud física, mi salud mental, mi tranquilidad, mi trabajo soñado, todo.

A pesar de ese constante recordatorio, sigo queriendo abarcar demasiado. Parte del objetivo de muchas herramientas digitales, me parece, es precisamente convencernos de que podemos hacer más de lo que realmente podemos hacer: comunicarnos con más gente, más lejos, por más canales, mientras hacemos más cosas al mismo tiempo. En algunos casos sí nos ayudan a hacer más fácilmente algunas tareas, claro; pero con mucha frecuencia lo que nos presentan es un espejismo de productividad en el que caemos redondas, que realmente no nos convierte en personas más “útiles”, más inteligentes, más sensibles o más conectadas, sino en todo lo contrario: en zombies que ya no saben bien cómo alimentarse de otra cosa que no sea algo que sale de una pantalla.

Hace unos días tuve un momento de mucho “agobio digital”. Mi computador estaba lento, porque está viejo y ya necesitaba una actualización de disco duro. Para poder hacer esa actualización sin perder archivos que son importantes para mí, era necesario hacer un respaldo en un disco duro externo, y en el proceso de hacer ese respaldo empecé a sentir como si estuviéra metiéndome en una bodega horrorosamente caótica, llena de polvo, en la que ya ni recordaba qué tengo guardado. Me sentí como una acumuladora digital, no solo de archivos, sino de objetivos, de tareas, de compromisos. Sentí que mi “vida digital” creció de manera desbordada, que ya no me cabe en los brazos ni en la cabeza, que estoy con los pies enredados en cables imaginarios que me mantienen pegada a cosas que solo existen en el mundo virtual. Y no me gustó sentirme así.

Eliminé la aplicación de email de mi celular, porque realmente solo necesito mirar mi email cuando estoy sentada en el computador, y si acaso me hace falta tenerla en el celular será cuando esté de viaje. Empecé a eliminar masivamente correos electrónicos acumulados con notificaciones de cosas que pasaron hace años y que ya no importan (debo reconocer que además me da un fresquito saber que estoy ocupando menos espacio en esos servidores gigantes que tragan y tragan energía de origen fósil).

Empecé a preguntarme qué cosas realmente quiero hacer y cuándo quiero y necesito hacerlas, para armar mi vida conscientemente alrededor de eso y no de manera automática según cuándo me hipnotiza una pantalla.

No será un proceso fácil, porque mi trabajo sigue pasando en gran parte en el mundo digital, porque muchas de mis amigas más queridas viven a miles de kilómetros de distancia y solo puedo hablar con ellas a través de herramientas digitales, porque ahora el mundo parece que gira en torno a la posibilidad de estar o no online y, sobre todo, porque incluso con todas esas cosas tan tramposas y problemáticas, amo el internet. Pero ese amor —como cualquier otro— puede volverse tóxico… y como internet no es una buena persona con la que puedo dialogar o ir a terapia sino una herramienta muy poderosa en la que muchas personas diseñan experiencias específicamente para manipular mi mente, necesito aprender a poner claramente los límites para que todo eso no termine pasándome por encima y aplastándome.

 

·   ·   ·

 

Si quieres profundizar un poco más en torno a esas preguntas, te dejo algunos recursos (digitales, obvio, porque #ParadojasYContradicciones) que a mí me han resonado mucho y me han “acompañado” en este proceso:

  • Libro “How to break up with your phone“, de Catherine Pierce. La versión en español la encuentras aquí.
  • Libro “Digital minimalism“, de Cal Newport.
  • App “Moment“. Hay opción de pago pero yo uso la versión gratuita. Hace seguimiento del tiempo en pantalla, y además tiene alertas de cuántas veces uno ha agarrado el celular para mirar NADA, y qué pocentaje de su tiempo está usando en la pantalla. Puede ser escalofriante :-/

Casi todo en inglés, lamentablemente. Si conoces recursos similares en español, porfa compártelos aquí abajo en los comentarios :-)